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Entre incienso y tambores, las procesiones de Semana Santa no sólo representan la Pasión de Cristo: encarnan una liturgia colectiva del sufrimiento. Una herencia donde el dolor se vuelve puente, identidad, y a veces, también carga

Cada año, en calles ardientes por el rayo del sol, se arrastra una cruz que ya no es sólo de madera, sino también de historia, de identidad, de costumbre y hasta de una herencia que duele y a veces consuela. Las procesiones de Semana Santa, con sus pasos solemnes y sus imágenes dolientes, no son meramente actos de fe: son coreografías del dolor. Una liturgia del sufrimiento compartido que, como todo buen ritual, purga, conmueve y une.

Quien ha presenciado una de estas representaciones sabe que hay algo más allá de la escenografía sacra. Hay un temblor colectivo que recorre los cuerpos: un estremecimiento que no nace solo del incienso o de los tambores, sino de una identificación casi primitiva con el castigo, con la sangre, con la entrega total. Como si al observar el suplicio del otro, al seguir sus pasos en silencio o al llorar por su corona de espinas, algo en el interior se liberara. El sufrimiento se convierte entonces en puente, en espejo, en contraseña secreta de lo humano.

No se trata sólo de rememorar la Pasión de Cristo. Se trata de encarnar, por unos instantes, una narrativa donde el sufrimiento tiene sentido, donde pareciera que la herida se vuelve camino, y la sangre, redención. En una sociedad que ha aprendido a ocultar el dolor tras pantallas y filtros, estas manifestaciones resurgen como válvulas de escape. Una forma de llorar en masa, de dolernos con licencia, de hacer del sacrificio espectáculo, pero también espejo.

El cristianismo ha edificado su relato sobre una paradoja luminosa y oscura: la salvación nace del suplicio. La cruz como puente hacia la gracia. En las palabras de San Agustín, “Dios juzga que no es indigno de su bondad usar incluso el mal para el bien” (De Civitate Dei, San Agustín, 426 d.C.). Y Kierkegaard diría siglos más tarde: “El tormento humano es una prueba, no un castigo” (El concepto de la angustia, 1844). Bajo esa luz, el sufrimiento no sólo purifica: dignifica. Une. Redime. La cruz, entonces, no es sólo el símbolo de un sacrificio, sino el recordatorio de que, en el relato cristiano, el dolor es el precio de la gracia. Es un lenguaje común que permite a las almas hablar desde la fractura. A través del cuerpo herido de Cristo, cada herida humana encuentra un eco. Y esa identificación no es ingenua: es el germen mismo del consuelo espiritual. Porque si el Hijo de Dios sufrió, entonces el sufrimiento no es absurdo. Porque si de la sangre brota vida eterna, entonces cada lágrima puede tener sentido. La fe, así, se ancla en la herida, y la redención, en el grito.

"en esa comunión del dolor nace la comunidad."

La figura del penitente, descalzo, cubierto, a veces con los pies heridos, se convierte en el símbolo último de una humanidad que aún necesita tocar el límite para recordar que está viva. Hay entrega. Hay teatralidad, sí, pero también autenticidad en quienes se exponen. Porque detrás de cada paso arrastrado hay una promesa, un arrepentimiento, una búsqueda de sentido en el perdon.

Y en esa comunión del dolor nace la comunidad. Porque si algo logran estas representaciones, es eso: hacer a todos parte de ago más grande. Nos recuerdan que el sufrimiento no es solitario, que el cuerpo que tiembla puede ser el nuestro, que la cruz pesa más si se carga solo, y menos si el otro camina a nuestro lado. Ahí, en medio del calor, del incienso y del lamento, se fragua la pertenencia.

Pero también es legítimo preguntarse: ¿por qué aún nos aferramos a la narrativa del sacrificio? ¿Por qué seguimos venerando el dolor como camino a la redención? ¿Cuánto de esta tradición es fe y cuánto es trauma heredado? El culto al sufrimiento tiene raíces hondas en la historia de los pueblos oprimidos. Y aunque puede purgar, también puede perpetuar. A veces, el dolor ritualizado deja de ser alivio y se convierte en ancla.

Así, entre pasos lentos y latigazos fingidos, se revela la paradoja: necesitamos del dolor escenificado para comprender el propio. Pero quizá ha llegado el momento de preguntarnos si es posible una espiritualidad que no duela, una comunión que no sangre, una redención que no pase por el suplicio. ¿Y si el nuevo milagro fuera sanar sin desgarrar? ¿Y si la resurrección comenzara sin cruz?.

 

Por ahora, las procesiones siguen su curso. El tambor retumba. El incienso se eleva. Y los creyentes---y quizá también los no tan creyentes---, como cada año, vuelven a caminar con el Cristo que sufre, buscando en su caída alguna forma de levantar nuestra propia sombra.


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Imagen de portada: Aristegui Noticias