Entre rezos y presagios: algunas supersticiones de Semana Santa
Magia y Metafísica
Por: Carolina De La Torre - 04/17/2025
Por: Carolina De La Torre - 04/17/2025
Hay días en que la realidad se adelgaza. La Semana Santa en México no solo es una pausa litúrgica, es una grieta en el tiempo donde las oraciones conviven con susurros antiguos, donde lo santo se tiñe de sombras y el ritual se mezcla con el eco de los mitos que nos acompañan desde la infancia. Es en estos días que lo sagrado se vuelve poroso y deja entrar lo otro: lo pagano, lo prohibido, lo que no tiene nombre pero sí historia, aquello que se esconde en el paréntesis de lo sagrado.
Durante esta semana consagrada al silencio y a la pasión, también florecen las supersticiones como flores nocturnas. “No comas carne, porque sangras por dentro, porque es como si comieras la carne del propio Cristo", decía una abuela con solemnidad, como si la carne fuera un conjuro de lo profano, un atajo a la culpa. No es solo una regla alimenticia: es un recordatorio de que el cuerpo puede traicionar el alma si no se disciplina.
“No cortes nada”, advertían también: ni uñas, ni cabello, ni hilos. Porque cada corte, según la creencia, es como si volvieras a lacerar el cuerpo de Jesús. Una repetición del martirio en gestos domésticos. Clavar un clavo, barrer el piso, incluso vestir de rojo: todo puede ser visto como una invocación, una falta, una puerta abierta e invitación al mal. El rojo, ese color que en otros contextos es vida, aquí se vuelve signo del diablo, atrayéndolo como cuervos a la muerte.
Y si llueve el viernes, especialmente alrededor de las tres de la tarde, las abuelas susurran: "El cielo está llorando, como a esta hora murió Cristo". Una sincronía cósmica, un reloj invisible que vuelve a marcar la hora del sacrificio. Esas coincidencias son tomadas como señales, presagios, como si el universo repitiera la escena una y otra vez, lo mistico recae en un aura de creencias inamovibles.
Se dice también que en estos días Dios no está. Que el cielo queda abierto y el infierno se desborda. Que al caer la noche, no conviene andar solo por las calles, o aprovechar el tiempo en desvelo porque el diablo —ese viejo ser del deseo, la transgresión y e mal encarnado— pasea con paso lento en su caballo y ojos abiertos. Por eso se aconseja no bailar, no reír demasiado. Como si la alegría fuera pecado cuando el Hijo yace, y la omisión de este luto fuera el túnel directo al infierno y desavenencia.
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Los perros, según esto, lo saben. Ladran distinto. Más agudo. Más hueco. Se cuenta que si los escuchas aullar como si vieran algo que tú no, es porque están nombrando lo invisible. También hay quienes juran haber oído galopes en la madrugada, cascos de caballo sobre calles dormidas. ¿Es el jinete sin fe, o el mal que no descansa?.
Todas estas tradiciones bailotean en esa zona ambigua donde lo sagrado se cruza con lo profano, donde la cruz se espejea en la oscuridad. Hay algo profundamente dual en estas prácticas: lo religioso se ancla muchas veces en lo maligno. Pareciera contradictorio, una yuxtaposición de opuestos, pero en realidad viajan por la misma línea. En este teatro espiritual, el diablo es coprotagonista del drama divino. No hay cielo sin sombra, ni dogma sin temor.
Estas creencias, heredadas en susurros, mezclan lo cristiano con lo místico y supersticioso. No se trata solo de fe, sino de memoria. De un saber ancestral que se resiste a morir, que vive en la sombra del catecismo, en los silencios de los rezos.
Semana Santa es también un teatro donde se representa el duelo entre la luz y la sombra, entre el dogma y el mito. Y en ese escenario, cada superstición es una línea más en el guion del alma colectiva, un poema que todavía no sabemos si fue escrito por santos o por espectros.
Porque al final, creer o no creer es lo de menos. Lo importante es saber que en este país, incluso la fe tiene doble filo: uno que bendice y otro que hiere suavemente, como lo hacen los sueños cuando se mezclan con el miedo.