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Más que una película, «El planeta salvaje» es un trance, una coreografía de lo humano y lo extraño que cuestiona la realidad desde un jardín psicodélico. En tiempos de uniformidad digital, esta joya animada regresa como un llamado cósmico a pensar, sentir y descentrarse

Existen películas que te llevan a un viaje interior cuyo mundo parece una galaxia lejana. El planeta salvaje (René Laloux, 1973) es una de ellas. Una travesía sin tiempo, suspendida en un universo donde lo onírico se confunde con lo ancestral, lo espacial con lo primitivo, lo humano con lo absolutamente otro. Que vuelva a estar disponible en MUBI no es casualidad, es un llamado. Una señal que susurra, entre los pliegues de la memoria colectiva, que hay mundos que merecen ser revividos.

Dirigida por René Laloux e ilustrada por Roland Topor, esta joya animada francesa-checoslovaca se erige como un poema visual, una experiencia sensorial que descompone el tiempo y la realidad como los conocemos. A través de su técnica de animación recortada, sus colores que parecen extraídos de un jardín psíquico y una música compuesta por Alain Goraguer que acaricia la mente como un eco de otros mundos, La Planète Sauvage se instala en el inconsciente como un sueño que uno no quiere terminar.

En el planeta Ygam, los humanos, llamados Oms, son seres diminutos que viven como mascotas o plagas frente a los gigantescos Draags, seres de piel azul, telepatías y rituales místicos. Pero lo que en un principio parece una distopía de dominación se convierte, lentamente, en una coreografía sobre la conciencia, la resistencia, el conocimiento y la eterna pregunta: ¿qué nos hace humanos?

Porque si algo tiene esta película es que desdibuja la especie. La descentra, la mira desde lejos. La fragmenta. No hay un antropocentrismo que salve. Lo humano se vuelve extraño, incluso para sí mismo. Es una historia que, en su delirio psicodélico, permite pensar en la historia de la humanidad como un error o como un milagro, o ambas cosas a la vez. Y en ese trance visual hay una melancolía deliciosa, una forma de habitar el extrañamiento con delicadeza, como si se tratara de un animal herido que aprende a contemplarse en el reflejo.

El film, aunque nacido del corazón de los setenta, vibra con preguntas que siguen latiendo: el poder, la otredad, la tecnología como extensión del pensamiento, el ciclo eterno de la opresión y la revolución. Pero todo eso se dice sin decirse, flotando entre criaturas surreales y paisajes que parecen salidos de los sueños de un botánico alienígena. Y eso es lo que la vuelve entrañable: su capacidad de hablarle al alma sin recurrir a la voz.

El planeta salvaje es también un testimonio de cómo la animación puede ser un acto de subversión poética. No se trata de una forma infantil de narrar, sino de una herramienta de dislocación, de apertura. Laloux y Topor no hicieron una película para niños, sino un espejo cósmico donde las bestias y los sabios conviven en el mismo gesto.

El color, siempre tan vivo, pero opaco, está al borde de la alucinación. El sonido, como un mantra galáctico, te empuja a estados contemplativos que oscilan entre lo tíbio y lo brutal. Es una película que no se ve con los ojos, sino con la piel, el estómago, las memorias anteriores a la palabra.

Hoy que el streaming parece homogeneizar los relatos y convertir la experiencia cinematográfica en el desfile sin fin de los algoritmos, El planeta salvaje emerge. Una rareza que sigue viva, latiendo, ofreciéndose como un ritual para quienes todavía creen que el cine puede ser una forma de filosofar desde la imagen, el sonido y la narrativa.

Volver a verla es como recordarte que viniste de una estrella, que fuiste insecto, idea, fuego y también ceniza. Que la humanidad no es el centro, sino apenas un intento de entender el paisaje. Y que en ese intento, lo más salvaje es soñar con otros mundos.


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Imagen de portada: «El planeta salvaje», René Laloux (1973)