El eco subversivo de Kino: entre la melancolía y la revolución
AlterCultura
Por: Carolina De La Torre - 04/27/2025
Por: Carolina De La Torre - 04/27/2025
En la Unión Soviética de los años 80, donde hasta el eco debía tener permiso, surgió una voz rasposa y nostálgica que hablaba de libertad, de cambio, de silencios que dolían más que los gritos. Esa voz era resistencia, y su eco más duradero se llama Kino.
Kino no fue solo una banda: fue un acto de resistencia, una plegaria eléctrica vestida de acordes post-punk que rozaban lo new wave y lo llevaban de regreso al alma. Su música era una depresión subversiva, un grito ahogado de libertad en un mundo que solo permitía susurros domesticados. La simpleza de sus composiciones no era pobreza, sino estrategia: un resueno directo de un alma rota que grita lo mismo una y otra vez.
En los sótanos de Leningrado, detrás de puertas que solo se abrían a la complicidad, Kino cantaba lo que no podía decirse. Eran conciertos clandestinos, "kvartirnik" (La palabra kvartirnik deriva de la palabra rusa para apartamento –"kvartira"– y puede definirse como un concierto musical o literario no oficial celebrado en apartamentos residenciales), donde la juventud se apiñaba para beber del mismo trago amargo de realidad y esperanza. Tocaban al borde de la paranoia, con la certeza de que el KGB podía irrumpir en cualquier momento; pero aun así, su deseo de libertad se abría paso como el humo entre las rendijas: indetenible, testarudo, más grande que el miedo.
Su canción más conocida, "Peremen!" ("¡Cambios!"), no fue escrita como un manifiesto político, pero se convirtió en eso y más. Fue el susurro que se transformó en consigna, el deseo colectivo de una generación harta de relojes detenidos y discursos vacíos. Tsoi decía que hablaba de cambios internos, personales, pero al cantarla, miles de voces la volvieron una revolución coral.
Kino hablaba del tedio, del extrañamiento, del dolor del alma que vive bajo luces apagadas. Su música olía a nicotina, concreto mojado y ventanas empañadas. Y sin embargo, en medio de tanto gris, algo brillaba. Había belleza en el desencanto. Había chispa en el sinsentido.
Pero como todo lo que brilla en la oscuridad, su luz fue breve. El 15 de agosto de 1990, Viktor Tsoi murió en un accidente automovilístico mientras conducia su moskvitch azul en Letonia. Tenía solo 28 años. La versión oficial dice que se quedó dormido al volante. Otros hablan de un montaje, de un silenciamiento premeditado. El misterio quedó flotando como una nota que no termina de disolverse.
Hoy, su voz sigue viva. En murales, en altavoces clandestinos, en playlists que se comparten como secretos. Kino no solo fue una banda; fue un soplo de vida donde todo estaba diseñado para el silencio.
Y como las canciones que no pasan de moda, Kino es ese recuerdo que raspa, que consuela, que te recuerda que incluso bajo el cemento, hay raíces esperando romper el suelo.
El álbum más icónico de la banda, donde se mezcla el desencanto con la pulsante urgencia de existir.
Un recorrido nocturno por las emociones que no pueden gritarse de día.
Una estrella que arde a lo lejos, iluminando las grietas.
El primer susurro, el germen del rugido por venir.
Kino es eso: una estrella que se extinguió demasiado pronto, pero cuyo fulgor quedó impreso en el pulso de una generación. Si afinas el oído al silencio, escucharás a Viktor Tsoi susurrar que los cambios laten bajo tu piel, convocándote a vivir cada aliento como un acto de rebeldía... Incluso en la oscuridad.