Hay un momento en el que todo empieza a parecer una simulación. Las luces no parpadean, brillan de más. La ciudad es demasiado grande, la información va demasiado rápido, y uno ya no sabe si está sintiendo algo real… o solo respondiendo a un estímulo. Eso es el cyberpunk. No tanto un género, sino una sensación que se mete bajo la piel y no te suelta.
Nació del desencanto. Cuando la tecnología ya no era promesa, sino amenaza. Cuando el futuro dejó de sonar a viaje interestelar y empezó a parecerse más a una distopía con anuncios por todas partes. Megaciudades llenas de ruido, cables, cuerpos intervenidos. Humanos que se preguntan si todavía lo son. Y aunque todo parezca exagerado, se siente inquietantemente familiar.
Por eso se siente tan bien que MUBI le haya dedicado abril al anime y haya traído dos clásicos que ya son parte de la cultura pop: Akira (1988) y Ghost in the Shell (1995). No solo marcaron el rumbo de la animación, también terminaron de darle cara al imaginario cyberpunk que hoy reconocemos incluso en cosas que no se atreven a decir su nombre.
Akira es pura energía desbordada. Neo-Tokyo después del desastre, pandillas, caos, cuerpos mutando, poderes que nadie puede controlar. Es ciencia ficción, pero también es adolescencia, trauma, ansiedad colectiva. Un grito que todavía resuena.
Ghost in the Shell va por otro lado. Es introspectiva, casi filosófica. La Mayor Kusanagi, ese personaje que parece inquebrantable, se va deshaciendo en preguntas: ¿quién soy cuando mi cuerpo no es mío?, ¿cuánto de lo que siento es realmente mío? Es una película que va más lenta, pero por eso mismo pega más profundo.
Porque más que animación o un simple género, esto es cine. Cine que, entre luces de neón y distorsiones digitales, te lleva a un viaje introspectivo que va desde la identidad personal hasta lo que somos —y lo que tememos ser— como sociedad.