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Quienes han recorrido este camino coinciden en que en cada paso es al mismo tiempo un avance hacia el destino fijado, pero sobre todo un paso hacia el interior de uno mismo

El Camino de Santiago no es solo una ruta medieval que atraviesa montañas, valles y aldeas del norte de España; para muchas personas es una experiencia espiritual, un proceso íntimo que permite escuchar lo que el ruido cotidiano silencia. Caminar durante días o semanas llevando apenas lo mínimo, con un propósito que muchas veces ni siquiera se comprende del todo al inicio, puede convertirse en un acto profundo de autoconocimiento.

Quienes han hecho el Camino suelen coincidir en que la transformación no ocurre al llegar a la Catedral de Santiago, sino en el paso constante, en el encuentro con el silencio, en el dolor de las piernas y el alivio del alma. El cuerpo se vuelve herramienta del espíritu, y la mente, como bien sabían los filósofos peripatéticos, encuentra su ritmo más lúcido cuando camina. Porque cada paso que se da hacia Santiago es también un paso hacia el sí mismo.

El origen de Santiago

Santiago, hijo de Zebedeo y Salomé, fue uno de los apóstoles más cercanos a Jesús, apodado “el hijo del Trueno” por su fuerte temperamento. Tras la crucifixión dedicó su vida a expandir el mensaje cristiano, y la tradición asegura que llegó a Hispania, a tierras de la actual Galicia. Su misión evangelizadora, sin embargo, no tuvo gran éxito en vida. Al regresar a Palestina fue ejecutado en el año 44 d.C. por orden del rey Herodes Agripa I, por lo que se convirtió en el primer mártir del cristianismo.

Pero su historia no terminó ahí. Dos de sus discípulos, Teodoro y Atanasio, desafiaron la ley y trasladaron su cuerpo en una barca de piedra hasta las costas gallegas, guiados por la voluntad divina, según la tradición jacobea. En un acto cargado de simbolismo, remontaron el río Ulla y llegaron a Iria Flavia, donde se enfrentaron a una nueva adversidad: lograr que la reina pagana Lupa permitiera la sepultura del cuerpo del apóstol cristiano.

Lupa les permitió enterrar a Santiago a cambio de transportarlo con unos bueyes salvajes. Los animales, que hasta entonces tenían un comportamiento feral, se convirtieron en bestias dóciles. La leyenda cuenta que al ver dicho cambio tan radical y tan repentino en el comportamientos de los animales, la reina decidió en ese mismo momento convertirse al cristianismo, sellando así el primer capítulo de lo que sería una larga tradición de fe, misterio y caminantes en esa región del mundo.

Durante siglos, la tumba de Santiago permaneció oculta, solamente custodiada por el olvido. No fue sino hasta el año 813 cuando un ermitaño llamado Pelayo, guiado por luces celestiales que aparecían sobre el monte Libredón, dio aviso al obispo Teodomiro de Iria Flavia donde encontraron tres cuerpos: el del Apóstol y los de sus discípulos.

La noticia llegó al rey Alfonso II el Casto, quien, impresionado por el hallazgo, se convirtió en el primer peregrino oficial. Su recorrido desde Oviedo hasta el lugar sagrado sería el primer Camino, al que se le conoce como el Camino Primitivo. 

La Catedral de Santiago de Compostela

Los cuatro caminos de Santiago

A partir de esta revelación, las peregrinaciones se multiplicaron. En tiempos convulsos, el deseo de caminar hacia lo sagrado unió a pueblos enteros. Primero fue el Camino del Norte, una ruta costera que evitaba los territorios bajo dominio musulmán. Luego, el Camino Francés, que desde Roncesvalles o Jaca se convirtió en el más emblemático y transitado, gracias a textos como el Códice Calixtino. También está el Camino Portugués, que asciende desde Lisboa o Porto. Cada uno ofrece paisajes, desafíos y encuentros distintos, pero todos comparten el mismo fin que es llegar a Santiago de Compostela y, quizás más importante, reencontrarse con uno mismo.

Recorrer el Camino de Santiago va más allá de una práctica religiosa o una ruta turística. Es una metáfora que se mantiene viva y da testimonio del movimiento humano hacia lo trascendente. 

Los peripatéticos –los discípulos de Aristóteles– sabían que caminar estimula el pensamiento, que las ideas se ordenan con el paso constante y que la filosofía no es un acto abstracto, sino una práctica que nace del cuerpo en movimiento. Siguiendo este hilo de pensamiento –o esa ruta–, podría decirse entonces que peregrinar es, en el fondo, una forma de filosofía encarnada.


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Imagen de portada: Santiago el Mayor, Guido Reni