Baz Luhrmann: la emoción amplificada y el arte del exceso
AlterCultura
Por: Carolina De La Torre - 04/10/2025
Por: Carolina De La Torre - 04/10/2025
Hay directores que buscan la sutileza y hay otros, como Baz Luhrmann, que entienden que la exageración también puede ser una forma de verdad. En su cine no hay lugar para el silencio ni para la pausa: todo es vértigo, exceso, drama. Pero no un drama que se arrastra con melancolía, sino uno que se lanza al abismo con lentejuelas, fuegos artificiales y una sinfonía de anacronismos que, misteriosamente, tienen sentido.
Luhrmann no cuenta historias: las pone directamente en escena, como los rituales de la antigüedad, como si se trata de gestos repetidos desde siempre. Su cine es un carnaval barroco, un videoclip extendido donde la música no solo acompaña, sino que empuja el relato, lo satura, lo sacude. En Moulin Rouge! (2001) transforma la Belle Époque en un mashup pop operístico. En Elvis (2022), convierte la biografía del rey del rock en un delirio de montaje donde el ritmo de edición compite con el de las caderas de Presley. En El gran Gatsby (2013), los "alocados" años veinte se presentan bajo la parafernalia del hip hop del nuevo siglo. Y en su personalísima Romeo + Julieta (1996), la tragedia más conocida de Shakespeare pareciera una transmisión del MTV de los años 90, sin perder por ello una sola palabra del texto original.
Es ahí donde empieza su juego: Luhrmann no teme a la mezcla, porque su obsesión no es la fidelidad histórica, sino la fidelidad emocional. Y si para llegar a ella hay que disfrazar a Julieta con alas y hacer que Romeo conduzca un convertible al borde de un atardecer rosado, que así sea.
El artificio no es trampa: es declaración. La saturación estética que inunda sus filmes —los encuadres hipercompuestos, los colores que rozan lo irreal, los trajes bordados hasta el último botón– no están ahí para distraer, sino para decir: esto es una fantasía. Y en esa fantasía, tal vez, podamos vernos con más claridad.
Su cine es más estilo que narración y, en aquel, quizá más opereta que cine. Luhrmann no cree en las medias tintas. Cree en el amor total, en el dolor que desgarra, en el deseo que quema. Los personajes –Gatsby, Satine, Romeo, Elvis– no caminan: se lanzan. No dudan: arden. Son arquetipos más que personas, figuras construidas para ilustrar pasiones que no caben en moldes realistas. Similar a lo que vio Roland Barthes en la lucha libre francesa y del teatro, en las películas de Luhrmann se encontrará "la imagen de la pasión, no la pasión misma".
El guion en sus manos es una partitura que dirige desde el movimiento, hasta el montaje y la música. Luhrmann no filma desde la palabra, sino desde el pulso. Si en otros las historias evolucionan como un río, en el cine de Luhrmann estallan más bien como fuegos artificiales: fragmentadas, hiperbólicas, intensas.
Y sí, es fácil acusarlo de superficial, de kitsch, de confundir ritmo con profundidad. Pero su cine, como el maquillaje o la escenografía, no pretende ocultar: pretende revelar. Detrás de cada brillo hay una herida. Detrás de cada coreografía, un vacío que se intenta llenar con belleza.
En Romeo + Julieta, grabada en locaciones de la Ciudad de México y Veracruz (notablemente en el Castillo de Chapultepec y Boca del Río), Luhrmann traslada el texto íntegro de Shakespeare a una estética noventera postmoderna, donde pandilleros con pistolas se enfrentan en gasolineras y la iconografía religiosa latinoamericana se mezcla con neones. El montaje agresivo, los close-ups dramáticos y el diseño de producción, que evoca los videoclips de la música pop de la época, hacen de esta película una declaración estética generacional.
En Moulin Rouge! el amor es teatro, y el teatro, espectáculo total. Aquí Luhrmann perfecciona su obsesión por el collage musical: Elton John, Nirvana y Madonna se entrelazan como si siempre hubieran coexistido. El frenesí visual de los primeros veinte minutos es una especie de manifiesto: si puedes soportar este ritmo, podrás soportar lo que viene. Los colores, las coreografías y la cámara en espiral no permiten respirar: solo sentir.
En El gran Gatsby, la decadencia y el deseo se visten de Prada y se celebran con beats de Jay-Z. La opulencia del jazz age se transforma en videoclip dorado, con movimientos de cámara coreografiados al milímetro y una dirección de arte que nunca se detiene. El narrador observa todo desde el exceso, y Luhrmann nos recuerda que la nostalgia también puede ser un espectáculo de luces.
En Elvis el biopic se desarma para volver a armarse con el ritmo vertiginoso de la cultura pop. Baz convierte la vida de Presley en una montaña rusa audiovisual, con transiciones explosivas, mezclas de estilos y un enfoque en la relación abusiva con su mánager que humaniza el mito sin perder el show. Cada secuencia es un set decorado como si fuera una fantasía de Las Vegas.
Lo luhrmanniano es reconocible: las tomas aceleradas que luego se detienen en cámara lenta, los gestos teatrales, los ojos que gritan desde primeros planos, los edificios que parecen decorados y los decorados que parecen sueños. No busca naturalismo; busca emoción amplificada.
Baz Luhrmann no filma para contar algo al espectador, sino para hacerlo sentir, para con-moverlo. Su cine es una declaración: la emoción no es menor por estar adornada. El exceso no siempre es distracción. A veces, es la única forma de sobrevivir al peso de lo que sentimos.
Y en un mundo que teme al ridículo, él nos recuerda que el arte también puede ser espectáculo y que hay verdad en el artificio.