Apagones en Europa: cuando la oscuridad revela la fragilidad del sistema
Sociedad
Por: Carolina De La Torre - 04/29/2025
Por: Carolina De La Torre - 04/29/2025
En esta era donde el sudor se romantiza y la productividad se eleva al altar de los valores supremos, lo que dignifica no siempre es lo que humaniza. Nos enseñaron que el trabajo todo lo puede, que en él yace la nobleza del alma moderna. Que sin él no somos más que parásitos flotando en el confort. Pero el 28 de abril de 2025, un súbito apagón masivo en Europa desconectó algo más que cables: expuso la fragilidad de un sistema que presume de eterno, pero que basta con una chispa para revelar lo efímero.
España y Portugal. Grandes engranajes de una maquinaria global que de pronto, quedó inmóvil. Sin trenes, sin pantallas, sin órdenes. Y en medio de ese súbito silencio tecnológico, surgieron reacciones dispares: mientras algunos se refugiaban en la incertidumbre, otros se reunían en las plazas, conversaban sin pantallas de por medio, compartían pan, vino y desconcierto. En ciertos barrios hubo quien improvisó un picnic, en otros, el caos tomó la forma de ansiedad digital: ¿cómo hablar si todo está apagado?, ¿cómo existir si nadie te ve conectado?
Lo que para unos fue pausa, para otros fue vértigo. Lo que para unos fue una noche estrellada, para otros fue una caída al abismo. Y sin embargo, allí, en ese intersticio sin electricidad, emergió una verdad incómoda: que nuestra dependencia al sistema no es sólo funcional, sino emocional. Nos sentimos validados por la conexión constante, por el flujo de datos, por los comandos respondidos al instante.
Como advirtió el sociólogo Hartmut Rosa, vivimos en una sociedad que ha acelerado tanto su ritmo que la resonancia —ese vínculo profundo con el mundo, con los otros y con uno mismo— se ha vuelto esquiva. En Resonancia: Una sociología de la relación con el mundo (2019), Rosa escribe: "Una vida buena no se define por la acumulación de recursos, sino por la calidad de nuestra relación con el mundo". El apagón fue una herida súbita en la piel digital del mundo, sí, pero también una grieta por la cual entró aire fresco, una rendija donde asomó la lucidez.
Por unas horas, se cayó la cáscara brillante de la productividad obligatoria, y en su lugar apareció una pausa. Una rendija de existencia lejos del yugo del sistema, una bocanada de aire fresco que recordó —aunque fuera fugazmente— que quizá reconectar con lo esencial no está tan lejos como pensamos. Como si por un instante, al desprendernos del zumbido de las máquinas, viéramos con claridad que este engranaje que nos contiene no es tan omnipotente como parece, y que las pantallas que pegamos a nuestros sentidos pueden, de hecho, caer. Entonces, en esa pausa sin relojes, sin entregas, sin tecleo, la vida mostró que florece incluso cuando los cables se apagan.
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Tal vez ese corte abrupto en la energía fue también un corte en la narrativa que nos han impuesto: que sin pantallas no hay civilización, que sin tecleo no hay sentido. Pero la vida, terca como las malas hierbas, florece en los márgenes. Y allí, donde las pantallas dejaron de brillar, la mirada se volvió a levantar. La conversación sin estar tras pantalla, el silencio sin notificaciones, la respiración sin apuros.
No se trata de romantizar el apagón, sino de escuchar lo que reveló. Porque mientras el caos informático desataba pánico en oficinas, centros de control y en sectores de la sociedad, en algunas plazas renacía algo ancestral: la posibilidad del encuentro, del ocio que no es vacío, sino plenitud.
Quizás hemos confundido estabilidad con sometimiento, y sistema con salvación. Pero el apagón nos mostró que el mundo no se acaba cuando se va la luz. A veces, empieza. Como quien despierta de un sueño largo y artificial, el corte eléctrico fue una sacudida, un llamado.
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Y así, cuando las máquinas enmudecen, no queda solo el silencio. Queda una pregunta suspendida en el aire: ¿qué pasaría si el modo en que vivimos no fuera la única manera posible? En esa pregunta, incómoda pero necesaria, quizás comience una nueva forma de mirar, de sentir, de existir. No como engranes de una máquina rota, sino como cuerpos vivos que anhelan algo más que conexión inalámbrica: conexión humana, conexión real.
La verdadera utopía no es aquella donde todo funciona, sino donde todo respira.
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