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Como diría Byung-Chul Han, somos esclavos de la productividad disfrazada de libertad; en "Mickey 17", la clonación solo afina esta cruel ironía

En el universo de Bong Joon-Ho, la distopía nunca es un futuro lejano; es un espejo que nos refleja con incómoda precisión. Mickey 17 (Bong Joon-Ho, 2025) no es sólo una historia de clonación y ciencia ficción, sino una burla hacia el despiadado sistema en el que habitamos y nos despoja de aquello que consideramos “humano”, donde las élites juegan a ser dioses con la misma torpeza con la que un niño rompe sus juguetes una y otra vez.

La premisa es tan absurda como dolorosamente real: Mickey Barnes, interpretado por Robert Pattinson, es un "desechable", un trabajador programado para morir una y otra vez, solo para ser reemplazado por su propia copia, idéntica pero recién salida del molde. Cada Mickey regresa con la memoria intacta, condenado a un ciclo infinito de muerte y resurrección, al servicio de un sistema que lo ve más como herramienta que como ser, una pieza intercambiable. No existe el duelo, ni la pérdida; solo eficiencia.

Bajo el ojo sociológico de Bong Joon-Ho, la película rasga el velo de la ciencia ficción para exponer la grotesca maquinaria del capitalismo: un modelo que separa a las clases sociales con cuchillas invisibles y transforma a las personas en recursos renovables. Aquí, la explotación laboral alcanza su máxima literalidad: ¿qué mejor trabajador que uno que nunca muere, jamás cuestiona y vive una y otra vez sólo para el trabajo?

El contraste entre el doloroso ciclo de Mickey y la grotesca extravagancia de Kenneth Marshall (interpretado por Mark Ruffalo) pinta un retrato inquietante de las élites. Marshall, un político narcisista con tintes de megalomanía –con ecos de Musk y destellos de Trump–, gobierna con la arrogancia de quien cree que la conquista de nuevos territorios, incluso planetas, es una extensión natural de su propio ego. Su pareja, Ylfa (Toni Collette) es una sombra que afila la idea de que el poder raramente camina solo.

"¿Qué mejor trabajador que uno que nunca muere, jamás cuestiona y vive una y otra vez sólo para el trabajo?"

Pero la verdadera grieta filosófica se abre cuando el sistema falla y más de un Mickey aparece a la vez. De repente, la clonación deja de ser una herramienta funcional y se convierte en una amenaza: ¿qué sucede cuando los recursos –incluso los humanos— dejan de ser dóciles y comienzan a multiplicarse fuera del control del poder? Pues, la individualidad, ese pequeño brillo de humanidad, asoma la cabeza, y con ella, el caos.

Aquí resuenan las ideas del sociólogo Byung-Chul Han, quien advierte que la hiperproductividad y la autoexplotación moderna nos convierten en sujetos de rendimiento, encarcelados por la ilusión de libertad. Mickey no es solo un clon: es la representación del trabajador contemporáneo perfecto, aquel que se recicla, se regenera y se empuja a sí mismo a morir simbólicamente una y otra vez para servir a un sistema que nunca se sacia. 

La película, más que responder preguntas, las deja suspendidas en el aire, como una burla de sabor amargo. ¿Qué significa morir cuando la muerte ya no es el fin? ¿Qué valor tiene la vida cuando puede ser reiniciada cual juego de video? Bong Joon-Ho no busca consolar: nos arrastra a un juego siniestro donde la sátira se mezcla con la desesperanza, recordándonos que, aunque miremos al futuro, seguimos atados a las miserias sistémicas de siempre.

Mickey 17 no pretende ser una épica como Parásitos (2019) o una joya visceral como Memorias de un asesino (2003). Es, más bien, un golpe certero envuelto en risas amargas: una película que, con todo y su humor negro, nos susurra al oído que la verdadera distopía nunca ha sido tecnológica ni futurista; ha estado aquí desde siempre, abrazando el ritmo de un sistema que solo sabe explotar, multiplicar y consumir.

Porque al final, tal vez la mayor ironía de Mickey 17 es que, incluso en un futuro de clonación y planetas lejanos, la humanidad sigue siendo el peor enemigo, tanto para sí misma como para el planeta que habita. 


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