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A través de trucos mágicos y viajes imposibles, Méliès no solo inventó el cine fantástico: dibujó en la memoria colectiva una nueva forma de mirar y sentir el mundo.

En el fulgor de una época donde la atención aún pertenecía a los teatros y las sombras se movían frente al peso de las velas, Georges Méliès encendió una luz distinta: el del cine como un sueño compartido. A finales del siglo XIX, este ilusionista convertido en pionero del séptimo arte nos regaló un legado más allá de sólo películas; nos entregó una nueva forma de mirar, de recordar, de soñar despiertos. El mundo no volvió a ser el mismo luego de sus relatos visuales, pues en cada truco óptico y cada desaparición fugaz, la humanidad aprendió que la realidad podía moldearse al antojo del ojo y que el alma había encontrado una nueva forma de volar. 

Tres de sus obras más icónicas siguen siendo faros de esta revolución sensorial. Veamos.

 

Le Voyage dans la Lune (1902)

Un cohete lanzado a la  luna con un rostro inquietante, golpeando la visión con la  torpeza de un sueño infantil. La silueta de un satélite humanizado, con un ojo herido por la ambición humana, nos recuerda que los deseos más disparatados son los que empujan la historia. Méliès nos enseñó que el universo no es solo un espacio físico, sino también un paisaje mental e interno por conquistar.

 

L'Homme à la Tête de Caoutchouc (1901)

La cabeza inflada de un hombre, creciendo hasta lo absurdo, parece un poema visual sobre el ego, el conocimiento o quizá el simple placer de sentir asombro. La imagen de una mente que se expande hasta estallar refleja cómo la imaginación, cuando se lleva al límite, puede liberarnos consumirnos.

 

Le Royaume des Fées (1903)

Una visita a un mundo encantado y colorido donde las hadas, las criaturas marinas y los castillos imposibles se despliegan como páginas de un libro jamás escrito, pero siempre imaginado. Es la confirmación de que el cine no nació solo para imitar la realidad, sino para ofrecer esos universos que solo existen en lo más profundo de nuestra imaginación.

Le Diable Noir (1905)

En una habitación hechizada, un viajero enfrenta un caos invisible: sillas que desaparecen, mesas que huyen y un diablo travieso que juega con las leyes de la física. Méliès convierte lo cotidiano en un teatro encantado, donde la realidad, por más sólida que parezca, se disuelve en un instante. Un recordatorio de que el orden es solo una ilusión a merced de fuerzas que escapan a nuestra razón.

En resumen, Méliès no solo inventó efectos prácticos, también inventó una forma de habitar la memoria colectiva. Desde entonces, ya no vemos el mundo con los mismos ojos, ni sentimos las historias de la misma manera; las estrellas tienen una mirada curiosa, los sueños tienen un guion, y la vida —en su avance torpe y sublime— parece, a ratos, una película que nunca deja de rodar.


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