Es un poco tétrico admitir que hay gente a la que le gusta que le hagan sufrir, no de una forma natural sino de una manera artificial y continuamente, sin muchos motivos y sin tantos aspavientos.
Hace ya algunos años que pude leer la novela de Brenda Navarro, Casas vacías, y francamente la dejé por la tesitura en la que está escrita. En ese momento me sorprendió la manera en la que la autora plantea múltiples cuestionamientos a la figura de la maternidad desde la propia mirada de las mujeres protagonistas.
Por un lado, tenemos la historia de una mujer de clase media que después de perder a su hijo en un parque, Daniel, desarrolla una profunda reflexión sobre las vicisitudes de ser madre y no sentirse preparada emocionalmente para serlo. Del otro lado, hay otra mujer, de clase baja, que en su ansia de ser madre y no lograrlo se roba a un niño, Leonel.
Esta es la base de la novela que se desarrolla desde una continua queja en la que las protagonistas pasan de víctimas a victimarias, rasgo que personalmente me desesperó, ese tono quejumbroso que se centra en el dolor para evidenciar la experiencia de sus protagonistas.
La adaptación al teatro que se presenta en el Foro Shakespeare, adaptada por Humberto Pérez Mortera y dirigida por Mariana Giménez, no alcanza a escapar a esa misma tónica, pero resuelve de manera brillante esas narraciones que en la novela pueden llegar a confundir al lector pues muchas veces no se sabe qué personaje es el que habla. En el caso de la puesta en escena, el melodrama se desarrolla en la emulación de un parque en el que en la parte derecha del escenario hay un tiovivo, que sirve de facilitador para que las actrices puedan intercambiar opiniones, acciones y momentos de tensión mientras siguen contando cada una su propia historia.
Producida por Berenice González e Irene Azuela, esta puesta en escena de Casas vacías logra cautivar al espectador por la intensidad de las actuaciones de Mariana Villegas y Paula Watson. Villegas logra una interpretación concienzuda de su personaje, apoderándose de la escena conforme avanza el melodrama, extrapolando sensaciones de rabia y quietud, de desasosiego y resignación; de oprobio y desconocimiento. Matices bien logrados desde su expresión corporal y el discurso que sustenta. En el caso de Watson, en algunas ocasiones parece que no alcanza a desarrollar los matices de las voces que intervienen en sus diálogos, por ejemplo cuando hace la interpretación de Rafael, esposo de la mujer que se roba al niño, pues resulta un tanto impostada y exagerada, dando como resultado una suerte de ambigüedad en la interpretación que hace que la actuación se perciba un tanto falsa, lo cual a su vez termina ridiculizando al personaje, mientras la tesitura de la puesta sigue en cambio un tono dramático y oscuro.
Cabe señalar que esta adaptación logra entrelazar dos monólogos que en la novela se intercalan para formar un cuerpo con dos historias. Si en la novela los diálogos de los personajes pueden centrarse en el sufrimiento y la culpa, ver dichos soliloquios dentro de la obra sin todo ese corpus, y condensado para hacerlo mucho más preciso, logra liberar a la historia de ese sobre entendimiento del sufrimiento que en la novela se experimenta; con todo, la obra no alcanza a escapar del ensimismamiento en el que la novela está escrita.
Si usted quiere sufrir un rato y reflexionar sobre los caminos que se toman ante las decisiones que dos mujeres tienen en sus vidas y las consecuencias en las que se mueven sus dramas personales, está obra lo puede iluminar con su desesperanza y también con la profunda meditación que hace del ser mujer, esposa, madre e hija.