*

Conforme a la época en que nos encontramos, el «Nosferatu» de Robert Eggers tiene más conexiones con la psique y el inconsciente, que con el mundo esotérico de la cinta de F. W. Murnau

El miedo es sin duda una de las emociones más primitivas en el ser humano. Paradójicamente, es también una de las más sofisticadas. Su rango es amplísimo: puede ir de situaciones elementales y en cierto sentido “comprensibles” para cualquiera, hasta otras que rayan en la excentricidad y aun en la locura. A primera vista es “admisible” sentir miedo al caminar a gran altura sin mayor protección, o ante la vista de un animal salvaje, pero sentir miedo de perder a alguien, de los payasos o de nadar en una alberca son expresiones de la misma emoción menos claras. Además de ello, en esa misma sofisticación, el miedo se confunde con otras emociones, algunas tanto o más atávicas como la angustia o el horror, y otras posiblemente más ligadas a los vaivenes históricos de cada época. Hay elementos del mundo y la realidad que al parecer siempre le han causado miedo al ser humano (en alguna entrevista Mariana Enríquez pone como ejemplo de ello la muerte de un niño, que casi invariablemente horroriza a cualquier persona), y otros que pierden o renuevan su vigencia según se muevan las corrientes de la cultura.

En esas coordenadas hipotéticas, ¿dónde situar al Nosferatu de Robert Eggers? Una posible respuesta a esa pregunta puede tener como punto de partida una frase más o menos célebre de Carl Jung que Roberto Calasso cita en alguno de sus libros: “Los que eran dioses se han convertido en enfermedades”. Para Jung (y también para otros autores, comenzando quizá por Friedrich Nietzsche), uno de los movimientos más significativos de la modernidad puede considerarse la desacralización del mundo, es decir, la paulatina erosión de aquella capa de significado que daba sentido a la realidad a través de símbolos, rituales, entidades y fuerzas desconocidas para el ser humano y sin embargo decisivas en su devenir. Al respecto, esto escribió Calasso en Las bodas de Cadmo y Harmonía:

Si tuviéramos que definir, por un viejo hábito, lo que ha sido el dios para los griegos, podríamos decir, utilizando el rasero de Occam: todo lo que nos aleja de la sensación media de vivir. «Junto a un dios siempre se llora y se ríe», leemos en Áyax. La vida como pura continuidad vegetativa, mirada opaca que se posa sobre el mundo, seguridad de ser uno mismo, aunque no se sepa lo que se es: todo esto no necesita al dios. Aquí interviene el espontáneo ateísmo del homme natural.

Pero cuando algo indefinido y poderoso sacude la mente y las fibras, hace temblar la jaula de los huesos, cuando la misma persona, un instante antes torpe y agnóstica, se siente alterada por la risa y por la locura homicida o por el delirio amoroso o por la alucinación de la forma, o se descubre invadida por el llanto, entonces el griego reconoce que no está solo. Hay alguien a su lado, y es un dios. Ahora la persona ya no tiene aquella tranquila nitidez que percibía en los estados mediocres de la existencia, sino que esa nitidez ha emigrado al compañero divino: brillante y dibujado en el cielo es el dios, nebuloso y confuso es el que lo ha evocado.

Nada de esto existe para el ser humano moderno o, mejor dicho, todo eso continúa existiendo bajo esas formas proteicas y bastante incontrolables pero, temerosa de ello, la modernidad desarrolló métodos para pretender despojarlas de su naturaleza bárbara y salvaje, fingir una domesticación a través de las redomas y los microscopios, los gráficos y sus respectivas estadísticas, el diagnóstico y la cura supuesta.

«Las bodas de Cadmo y Harmonía», Roberto Calasso (disponible en este enlace)

A eso alude la observación de Jung: todo aquello que otrora se consideraba la influencia de un dios – fasta o nefasta, divina en todo caso–, para nosotros es en cambio el efecto de una enfermedad –orgánica o psicológica, material en todo caso–.

En el Nosferatu de Eggers (2024) este rasgo podría justificarse con el trato que recibió el amplio y notable contenido esotérico y ocultista que Albin Grau colocó aquí y allá en la cinta primera de Murnau (1922), el cual Eggers conservó pero sólo reproduciéndolo, ya no como un elemento significativo sino como un ornamento, un residuo del lenguaje de una época que se ha vaciado de sentido pero al cual se le guarda una cierta fidelidad o reverencia por hábito o desidia. Al espectador contemporáneo nada le significa la escritura hermética en la carta que Herr Knock se apresura a esconder a Thomas Hutter casi al inicio de la película, y el pentagrama en el sigil “familiar” del conde Orlok se mira más como una fruslería de épocas supuestamente más supersticiosas que la nuestra. Incluso la conclusión a la que el profesor Von Franz arriba para “explicar” el vínculo perdurable entre Ellen y Orlok –diciendo que ella es una suerte de “pararrayos” para entidades como Orlok, al parecer por su sensibilidad inusitada para percibir y aun propiciar fenómenos mágicos o metafísicos– suena en esta película un tanto fuera de lugar, un deus ex machina necesario para respetar el original o para más o menos redondear la trama.

Mayor peso parece tener la relación entre el miedo de Ellen a Orlok y su propia psique, mostrada, como no puede ser de otra manera, a través de metáforas, algunas más sutiles o patentes (y calculadamente exageradas) que otras: las pesadillas de las cuales no puede despertar, su sonambulismo, su melancolía y su contraparte, sus arrebatos eróticos súbitos. Es decir, su síntoma. El inconsciente inscrito en el cuerpo. Menos un “terror nocturno” que diagnosticarían la psicología o la ciencia del sueño y, más bien, la angustia de una experiencia traumática que el inconsciente repite una y otra vez en su intento infructuoso por salir de ella, asimilarla, conciliar las tensiones y contradicciones que provocó incipientemente en la psique del sujeto, tal y como señala Sigmund Freud en uno de los apartados de Más allá del principio del placer.

Miedo, esoterismo e inconsciente en el «Nosferatu» de Robert Eggers (2024)

Cuando Ellen y Orlok dialogan durante su segundo encuentro en la ciudad ficticia de Wisborg, Orlok se define a sí mismo como “un apetito, nada más”, y agrega, diciéndole a Ellen: “Tú eres mi aflicción”, lo cual prefigura ya el lugar de síntoma que el vampiro ocupa en la psique de Ellen. Sin embargo, es apenas un par de líneas más adelante, en esa misma secuencia, en donde esta suposición se confirma, cuando ambos personajes intercambian estos diálogos:

Ellen: No haces más que engañar.
Orlok: Tú te engañas a ti misma.
E: Yo era sólo un niña inocente.
O: ¿Y pensaste que no volvería? ¿Pensaste que no lo haría? Tu pasión está atada a mí.
E: Tú no puedes amar.
O: No puedo amar. Sin embargo, no puedo satisfacerme sin ti. Recuerda cómo fuimos una vez, un momento, recuerda.

En particular las últimas líneas finales son las más contundentes al respecto de ese “lazo” psíquico entre Ellen y Orlok y, a su manera, son una representación artística sumamente refinada de la definición del síntoma: éste, en efecto, se encuentra en las antípodas de la capacidad vital y de amar del sujeto pero en buena medida, como un vampiro, se alimenta de ella para subsistir, minándolo y al mismo tiempo, paradójicamente, impidiéndole amar.

Ese, a mi parecer, es el desplazamiento sutil y al mismo tiempo significativo operado por Eggers en su Nosferatu. No un terror apoyado en la magia y la superstición, sino más bien en lo ominoso y lo inconsciente, el terror frente a eso desconocido que sin embargo habita en el sitio más cercano que podríamos imaginar: la propia intimidad de nuestra psique, nuestros sueños, nuestro erotismo –y desde ahí, lo queramos o no, nos acompaña.

 

Publicado previamente en el blog de Memoria Involuntaria Ediciones