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En «La clase de griego», la escritora sudcoreana Han Kang nos muestra una singular interpretación de la belleza y su presencia en este mundo

No es sencillo decir si nuestra época es particularmente favorable para experimentar lo bello. Mucho en lo que vivimos constantemente –la prisa, la impaciencia, la inmediatez, por mencionar sólo tres rasgos relacionados con el tiempo y la vida– se oponen diametralmente a la posibilidad no sólo de percibir lo bello, sino incluso de propiciarlo. ¿Cómo puede ser posible ahora desarrollar una mirada dispuesta a descubrir o encontrarse con lo bello del mundo si ahora nuestros ojos van de aquí para allá desbocadamente, persiguiendo un estímulo después de otro, arrastrados cuando no francamente sometidos por fuerzas ajenas a nuestra atención, nuestro propio –ignorado– gusto o nuestros intereses? Como el ciego de la mano de su lazarillo, vamos por el mundo sin percibirlo plenamente, sin detenernos por un momento a preguntarnos si quizá lo poco que advertimos lo es todo o si, por el contrario, alguna capa de la realidad se nos escapa pero no porque esté definitivamente oculta, sino por mera distracción, porque no hemos aprendido a mirarla.

En cierto modo esto siempre ha sido así. Percibir el misterio del mundo no es una habilidad que se dé sola o “naturalmente”. Como mucho de lo más valioso de la existencia, requiere de un tránsito y un trabajo. Es necesario cambiar y, para ello, hacer lo necesario para que ese cambio ocurra.

Estas líneas vienen a colación por un fragmento de La clase de griego, séptima novela de la escritora sudcoreana Han Kang, la más reciente Premio Nobel de Literatura (2024). Más o menos a la mitad de ésta, el co-protagonista (un hombre sudcoreano que emigró a Alemania para continuar sus estudios) refiere la particularidad de una misma palabra en griego que puede traducirse actualmente como “bella”, “difícil” y “noble”, esto en una frase en que el vocablo está aplicado a la belleza. DIcha polisemia le sirve para hacer la siguiente reflexión:

Χαλεπἀ τἀ καλά
Jalepa ta kala

La belleza es bella.
La belleza es difícil.
La belleza es noble.

Las tres traducciones eran correctas, puesto que los antiguos griegos no diferenciaban los conceptos de bello, difícil y noble. Del mismo modo que, en coreano, «brillo» posee los dos significados de «claridad» y «color».

Ocurrió durante la primera festividad del Día del Nacimiento de Buda que pasé en Seúl después de volver de Alemania. Me dirigí al templo de Suyuri, el mismo al que había ido muchos años atrás con mi madre y mi hermana, pero esta vez fui solo. En aquel entonces había campos de patatas a ambos lados del camino que conducía al templo, pero ahora los habían cubierto de cemento para construir bloques de apartamentos de cinco plantas. Solo tras cruzar el primer portal, pude comprobar que el templo permanecía intacto a pesar del paso del tiempo. No había edificaciones nuevas en el recinto, pero la pagoda y el pabellón de la campana se me antojaron más pequeños de como los recordaba. Todo había empequeñecido al hacerme adulto.

Todavía era capaz de moverme a mis anchas por la noche, así que deambulé por el recinto sagrado esperando a que oscureciera. No había tantos farolillos de papel como recordaba, pero el espectáculo visual que ofrecían no había cambiado. Mejor dicho, era incluso más hermoso que cuando lo había contemplado por primera vez de pequeño. Si en aquel entonces el desfile de los faroles me había causado un asombro candoroso, ahora me estremecía hasta el fondo del alma.

Cuando por fin cayó la tarde, me senté en el entarimado del santuario a ver cómo se balanceaban y difuminaban los farolillos rosados y blancos con cada ráfaga de viento. Nunca experimenté tan intensamente como ese día que, en un principio, «bello» y «sagrado» eran una sola palabra, del mismo modo que «brillo» significa también «color». Me levanté para marcharme cerca de las once de la noche, que era la hora en que cerraban el santuario principal. 

 

Como comentario final cabría agregar que un poco más adelante en la misma novela se habla de la distinción platónica entre la belleza que se percibe en un objeto, atribuyéndola como una cualidad de éste, y la belleza en sí misma (o acaso cabría decir, con ciertos ecos védicos, la belleza del sí-mismo), entendida esta última menos como un rasgo que como una experiencia o, mejor dicho, como una disposición, una forma de habitar la vida y la existencia. 

Sobra decir que, en la perspectiva de Platón, a esa manifestación de la belleza es a la que tendríamos que estar siempre dispuestos.


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