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Cioran con su lucidez irónica llama a no hacer nada y a no participar en el mundo

Para el gran pesimista rumano Emil Cioran, el sentido de la vida no se encuentra en la acción, sino en su ausencia deliberada. Una existencia libre de ambiciones y ocupaciones, creía, abre espacio para una contemplación profunda. Esta filosofía marcó su vida: evitó trabajos convencionales y logros materiales, eligiendo vivir como un “parásito” dependiente de la generosidad de amigos y desconocidos. “Evité a toda costa la humillación de una carrera”, confesó. Para él, la verdadera libertad consistía en rechazar el hacer.

Cioran, al igual que los cínicos, convirtió la pobreza en un símbolo de honor filosófico. En París, ciudad a la que llegó en 1937, encontró el escenario perfecto para su vida de ociosidad reflexiva. Recorrió sus calles, contempló el vacío durante interminables noches de insomnio y buscó sabiduría en las conversaciones con marginados: mendigos, borrachos y prostitutas. No era pereza, sino una forma de resistir el frenesí productivista del mundo moderno.

Para Cioran, la inacción era el acto más intelectual posible. Retomando la idea de Oscar Wilde de que “no hacer nada es lo más difícil del mundo”, defendía que el rechazo a actuar abre la mente a verdades más profundas. La ociosidad permite observar la vida desde una distancia crítica, liberándonos de distracciones superficiales. “Todo lo bueno proviene de la indolencia”, escribió, convencido de que el fracaso de nuestros proyectos revela la insignificancia esencial de la existencia.

El fracaso, para Cioran, no era algo que superar, sino aceptar. La vida misma es una serie de fracasos que culminan en la muerte, y solo al abrazar esta verdad es posible liberarse de las ilusiones del éxito social. “Lo único que importa es aprender a ser un perdedor”, afirmó. Para él, el perdedor tiene una perspectiva privilegiada para entender las trampas de la sociedad y el vacío en su núcleo.

La modernidad, según Cioran, conspira para ocultar estas verdades incómodas. En un mundo obsesionado con la productividad y el optimismo, el fracaso y la nada son neutralizados y relegados al olvido. Sin embargo, Cioran, como su amigo Samuel Beckett, miró de frente al abismo, reconociendo que el fracaso no siempre lleva al éxito, sino a fracasos aún más profundos.