Todos los ojos han visto la “sucesión de Fibonacci”, la secuencia infinita de números naturales que empiezan con 0 y 1 y siguen un patrón de suma de los dos anteriores. Una constante de proporciones que se repiten en espacios naturales y en pequeñas piezas de belleza.
Hallar esta secuencia ha fascinado a geómetras, filósofos y naturalistas de distintas culturas por considerarla una metafísica puramente matemática, no convertible en un símbolo, sino que se nota y se hace ver intuitivamente, como si la ausencia de medida del infinito, la singularidad inexistente del universo, fuese un infinito proceso de “automedida”, a través de singularidades que desaparecen en una manifestación de lo hermoso que parece “provocada”.
En Occidente, la advirtió por primera vez el italiano Leonardo Pisano Bigollo, adoptando su apodo, “Fibonacci”, hijo de “Bonacci”, del afortunado, del natural, del bueno. Gracias a sus viajes por las costas africanas del Mediterráneo, aprendería e introdujo en la Europa del siglo XIII nuestro actual sistema indo arábigo de representación de valores posicionales.
Fibonacci captó aquella secuencia homónima al tasar el crecimiento anual de los conejos dentro de unas condiciones hipotéticas ideales: dentro del primer mes, nace una pareja de conejos que, al comienzo del tercero, se volverá fértil, se reproducirá y dará a luz pares nuevos cada mes. La sucesión prevista depende de que ninguno de los conejos muera y de que cada una de las parejas también se reproduzca dentro de las mismas condiciones estables.
Una observación matemática que el italiano expuso en su Libro de los cálculos y que empieza por los siguientes números, siguiendo la no manifestación de lo infinito:
0 + 1 = 1
1 + 1 = 2
1 + 2 = 3
2 + 3 = 5
3 + 5 = 8
5 + 8 = 13
8 + 13 = 21
13 + 21 = 34
21 + 34 = 55
Sin embargo, este no es un tema de conejos. La sucesión de Fibonacci se encuentra en diferentes emergencias biológicas, por ejemplo, en las ramas de los árboles, en la disposición de las hojas y de pequeños frutos individuales, la superficie de las piñas, los botones florales del bambú, las escamas de los pinos. También en los animales, por ejemplo, en las conchas de los moluscos o en los panales de las abejas. El astrónomo y matemático alemán Johannes Kepler detectó esta secuencia en la forma pentagonal y en el número de pétalos de flores como los crisantemos. Los naturalistas Karl Friedrich Schimper y Alexander Karl Heinrich Braun la descubrieron en la “filotaxis” espiral de las plantas cuando la relación entre el ángulo de rotación entre dos hojas consecutivas y el ángulo circunferencial es aproximadamente una relación entera.
Muchos artistas previeron estas proporciones para algunas de las mejores obras del arte occidental, por ejemplo, El nacimiento de Venus de Sandro Botticelli, 1485, Adán y Eva de Alberto Durero, 1507, David vencedor de Goliat de Michelangelo Caravaggio, 1610, Las Meninas de Diego de Velázquez, 1656, Construcción en rojo y ocre de Joaquín Torres García, 1931, Leda atómica de Salvador Dalí, 1949, y el famosísimo rostro sonriente de La Gioconda de Leonardo da Vinci. En Pijama Surf nos encanta que también esté presente en la ola del maestro Hokusai.
Resulta imposible probar que esta numerología se vincule con las dinámicas fundamentales de los mercados. No obstante, por diseño, estos pueden reaccionar a las creencias de sus participantes y, en consecuencia, si los inversores compran o venden a partir de la tasa de Fibonacci, sí que pueden llegar a ver en esto la efectividad de una profecía comercial autocumplida.
La práctica curiosidad de Fibonacci haría ver a la mente humana que mucho de lo que encuentra estético es la “recurrencia” de una matemática que hace ver formas como si estuviera “hablando” un lenguaje poético, imagen antes que palabra, que se “dice” y se “canta” con imágenes. O en palabras del divulgador de la ciencia y filósofo estadounidense Guy Murchie:
La secuencia de Fibonacci resulta ser la clave para entender cómo la naturaleza diseña... y es... parte de la misma música omnipresente de las esferas que construye armonía en átomos, moléculas, cristales, capas, soles y galaxias y hace cantar al Universo.
Sin embargo, esto es algo tan universal y una acción tan misteriosa o íntima que no tiene ningún nombre y, por tanto, tampoco ningún descubridor histórico. Un siglo antes de Fibonacci, el indio Gopala y el chino Jin Yue ya habían descrito la secuencia que lleva el modesto nombre del italiano en la nada modesta Historia de la ciencia con “H” mayúscula. En su caso, no estudiaron conejos, sino el número de formas posibles para hacer que la longitud y el ancho de los objetos de embalaje de cajas sean exactamente 1 y 2, observación igualmente práctica.
En su artículo de 1985 Los así llamados números de Fibonacci en la India antigua y medieval, el también matemático e indio Parmanad Singh, profesor del Raj Narain College, demostró no solo que la numerología de Fibonacci se originó primero en la cultura del subcontinente, sino tiene una conexión antigua con la poesía en lengua sánscrita. Esto ya había sido comprobado en el siglo XIV por Narayana Pandita y hace parte de un campo de conocimiento conocido como “ciencia de la métrica”. Sin embargo, nadie puede asegurar que esta sucesión no tenga descubridores más antiguos que no la reprodujeron en papel, sino en una blancura mental.
Y otro secreto más de la sucesión de Fibonacci es que, si se divide uno de sus valores entre su inmediato anterior, el resultado se aproxima al “número áureo”, “número de oro” o “phi”, representado por la letra griega “φ”. Un valor numérico de 1,61803... con infinitos decimales que los helenos asociaban al atractivo del rostro de las personas hermosas o a los mejores ejemplos de arquitectura, música, pintura, escultura y literatura. ¿Un lenguaje que no es una forma de vida humana, sino de presentación del universo, de comunicación con todas sus mudanzas?