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Un juego también para diletantes metafísicos

Ningún otro deporte se presta tanto a especulaciones metafísicas como el béisbol. Para una mente filosófica no es difícil ver una profusa serie de analogías y resonancias entre la geometría y el ethos del juego del diamante y los más lúcidos y elegantes sistemas metafísicos de las tradiciones filosóficas y místicas de Oriente y Occidente, si bien, como ha notado el teólogo David Bentley Hart, el béisbol es sobre todo un juego que evoca correspondencias con el platonismo, el sistema que establece, en gran medida, las reglas del "juego" metafísico de Occidente. Una de las ideas centrales de la filosofía platónica sostiene que el alma humana en el mundo sublunar tiene por momentos reminiscencias de las armonías celestiales, de formas perfectas y eternas de las cuales gozó en el cielo cuando estaba unido a una cierta divinidad. Quizá el origen de la atracción casi mística que ejerce en algunos el béisbol pueda trazarse hasta esta "anamnesis" platónica.

Es concebible, y quizá no sería del todo infructuoso, hacer una teología sistemática del béisbol o un estudio comparativo entre sus reglas y sus formas y el cosmos geométrico del demiurgo platónico; o tal vez, de la fijación estadística de algunos entrenadores y aficionados y la noción cabalista de que el universo fue creado con letras (que son números), que son sustituibles por las cosas; o de la fiebre escatológica cristiana y budista y el ritual de presentarse al bat (ese pequeño juicio final ante el umpire y el pitcher) para intentar regresar a casa, a veces pudiendo llevar de regreso también a algún compañero, como un auténtico bodhisattva. Yo, sin embargo, soy demasiado perezoso para hacerlo. Me limitaré a evocar aquí algunas correspondencias y a citar a algunos autores que han trazado este parangón con mayor lucidez y originalidad, más dignos aedos del juego que inmortalizaron Ty Cobb, Babe Ruth, Willie Mays, Mickie Mantle, Roberto Clemente, Sandy Koufax, Bob Feller y otras deidades modernas.

Lo primero que hay que decir es que el béisbol -parafraseando a Borges- consiente en su arquitectura tenues intersticios por donde la eternidad del mundo se filtra (¿como un roletazo entre el tercera base y la línea de foul?). Al menos esto es así en teoría, es decir, como algo que podemos contemplar o especular. El béisbol es quizá el único deporte que contiene la posibilidad de convertirse en un juego infinito. Como notó Roger Angell, una de las grandes plumas que ha tenido este juego, ya que el béisbol es medido en outs -y no con la vulgar tiranía de un cronómetro y sus unidades discretas de tiempo-, técnicamente es posible esquivar la guadaña de Cronos y permanecer por siempre en la amplitud del jardín, en esa Arcadia que le pertenece a los dioses y a los héroes:

Lo único que tienes que hacer es tener éxito; seguir conectando hits, mantener el rally vivo, y habrás vencido al tiempo. Permaneces joven para siempre. Sentados en las gradas intuimos esto, aunque sólo tenuemente. Los jugadores debajo —Mays, DiMaggio, Ruth, Snodgrass— nadan y se desvanecen en la memoria, la pelota flota hacia Terry Turner y puede que el fin de este juego nunca llegue.

Más allá de la perfección del bat, del inning infinito, de la epektasis de seguir extendiendo el rally, "de gloria en gloria", está el otro infinito posible, el de los extrainnings. El equilibrio entre las dos fuerzas que se cancelan, que siempre se encuentran para anularse; el infinito de la perpetua homeostasis: esa tendencia negentrópica a siempre encontrar el equilibrio. Algo cercano ocurrió en 1920 cuando los Bravos de Boston se enfrentaron a los Robins de Brooklyn (los futuros Dodgers). En la quinta, los Robins anotaron una carrera; los Bravos empataron en la sexta. En las siguientes 20 entradas no hubo más carreras. Fue una clase magistral de pitcheo; los dos abridores se mantuvieron impasibles en la lomita por 26 innings. Finalmente los umpires declararon un empate a razón de que había caído la noche. Fue la oscuridad la que les impidió seguir jugando, cuando cansinamente coqueteaban con el infinito. Pero en todo caso, el hecho de que el juego no dure para siempre depende de las debilidades de la carne humana y las contingencias del mundo caído en el pecado, lo cual no hace mella en la perfección originaria de las leyes que el demiurgo ha impreso en el cosmos (que diga, en el juego).

En el Timeo Platón escribe que cuando el demiurgo creó el mundo lo quiso hacer una criatura eterna y divina, pero esto no era plausible en el mundo del devenir, por lo cual lo hizo sólo una imagen de la eternidad. El filósofo explica allí también que todas las cosas están hechas de geometría, particularmente de triángulos que conforman los llamados "sólidos platónicos". Los "átomos", como dirá luego la teoría cuántica, no son cosas, sino relaciones geométricas que, para Platón, reflejan ideas eternas. ¿Acaso el diamante del infield no es también un sólido platónico, que se vuelve una "imagen móvil de la eternidad" cuando el umpire canta "play ball", ese pequeño fiat lux al que accede el hombre como imagen y semejanza de la divinidad?

El teólogo David Bentley Hart, un hombre de una cultura inmensa, separa el béisbol de juegos más rústicos y menos granados, diseñados bajo una ruda geometría "oblonga" o rectangular. El béisbol se distingue por espejear "la geometría exquisita, la gracia fluida y la belleza sideral", de ese otro juego, el cosmos. No tiene una intención tan bárbara como violar la puerta ajena, no intenta capturar el territorio contrario y en realidad nunca enfrenta a los equipos rivales en el campo; los jugadores, como astros en sus órbitas, rara vez se tocan. Es un deporte de conjunto pero sólo en parte, pues cada jugador está siempre en su propia zona vigilando los vértices que sellan la perfección del diamante; o en la soledad contemplativa de los jardines, como ángeles en las llanuras celestes; o, acaso, como todos los hijos de Adán, intuyendo la posibilidad de recobrar el paraíso perdido. Bart Giamatti, quien no sólo fuera comisionado de las Ligas Mayores sino también un reconocido profesor de literatura en la Universidad de Yale, observó famosamente que "el ocio y los deportes son la forma que tenemos de reiterar nuestra sed de paraíso, de una libertad sin límites". Sombras del paraíso en el jardín central, de las līlas de los dioses.

A diferencia de los juegos oblongos, remarca Hart, el béisbol se basa en la figura del círculo, el cual Platón y Aristóteles consideraban la figura metafísica por excelencia y el movimiento perfecto, el de todas las cosas que imitan a Dios, especialmente las estrellas -en sus vueltas eternas- y las almas -en su anhelo de imponerse al tiempo-. El concepto central del béisbol es que el bateador debe regresar a su punto de partida, al home plate, haciendo un exitus/reditus neoplatónico, un regreso al Uno. Para lograrlo puede tomar distintos caminos, todos ellos heroicos. Desde el camino de un héroe hercúleo -un bateador de poder, un hijo de Zeus- que se vuela la cerca, conectando un "cuadrangular", hasta el camino más largo y sufrido de buscar embasarse, confiando en sus habilidades como corredor, tomando así un camino propio de un héroe como Ulises (¿ese Ty Cobb de los mares?), cuya gran hazaña fue regresar a Itaca después de la guerra de Troya, haciendo alarde de su mētis, su gran maña y astucia. Y en cierta forma cada vez al bat es una nueva oportunidad de regresar a casa, a donde nos espera Penélope o el mismo Creador. Ulises vuelve a enfrentarse al canto de las sirenas y a las pócimas mágicas de Circe: el pitcher lanza sus "dardos envenenados" (¡una slider o hasta una spitball!). Yogi Berra, ese gran filósofo del diamante, capta esta circularidad omnipresente en el juego: "el béisbol es un como un déjà vu, una y otra vez". La épica se repite.

David Bentley Hart ofrece una imagen paradójica donde es posible atisbar otro fulgor de la eternidad. Cuando se produce un bunt a lo largo de la línea de la primera base, esto obliga al infield a rotar en el sentido de las manecillas del reloj, mientras que el corredor hace un movimiento contrarreloj. En esto, como le hizo notar un colega, es posible ver una "clara evocación de la visión de Ezequiel y el carro divino de ruedas vivientes", la famosa teofanía del profeta Ezequiel, en la que percibió el trono divino como una especie de nave viviente compuesta de ángeles enjoyados, o la también llamada Merkabah. El mismo Hart dice que un amigo japonés considera que un jonrón es una "metáfora para un arhat que ha logrado cruzar el océano del devenir sobre la balsa del dharma". Y uno podría agregar que no sólo del arhat, el santo solitario del budismo temprano, sino del bodhisattva del budismo mahayana, que compasivamente lleva a sus compañeros a la liberación. Algo que puede hacer conectando un cuadrangular con hombres en base, pero también a través de un acto de autonegación, como puede ser un fly de sacrificio, en ese caso él mismo permaneciendo en los derroteros de la muerte y el renacimiento (el samsara), mientras sus compañeros prueban las mieles de la liberación y regresan a casa.

El historiado Richard Rabinowitz compara a la "pequeña bola blanca", que cuando es conectada de lleno "baila con una alegría salvaje sobre el muro del outfield", con el Espíritu Santo, que se manifestó en el mundo como una paloma blanca y es quien "hace posible que las almas regresen a casa". El Espíritu Santo, que "sopla por donde quiere", según se dice en el Evangelio de Juan, es la pelota caprichosa, que sólo responde dócilmente al trato mimoso de un lanzador lleno de gracia y que renuncia a salir del parque para acoplarse al guante de un jardinero tocado por el dedo de Dios. Alguien como Willie Mays, quien para David Bentley Hart fue un avatar que descendió al mundo para mostrarle al ser humano la divina potencialidad de la forma animal. Para el bateador, la pelota es como el Espíritu Santo que es siempre el medio a través del cual se conoce al Hijo y con él, la gloria del Padre. Por otro lado, para el equipo en el campo, dice Rabinowitz, la pelota es siempre el pecado que corre desde el inicio del tiempo, y que debe lavarse para poder acceder al reino prometido. Pues difícilmente el pitcher y el equipo que cacha podrán alcanzar la perfección y con ella la gloria impoluta del eschaton, si no logran un juego sin recibir una carrera ni cometer un error. Un juego perfecto es medio boleto para Cooperstown, esa communio sanctorum a la cual acceden beatíficos lanzadores en el mundo secular.

Ser un aficionado del béisbol también es emprender una peregrinación, una "noche oscura del alma". Los fanáticos de los Medias Rojas de Boston pasaron 86 años sin ganar una Serie Mundial (la llamada "Maldición del Bambino") y los Cachorros de Chicago sufrieron una sequía de 106 años. Como apunta Hart, eso es más del doble de lo que sufrieron las tribus de Israel en su éxodo en el desierto. Hart, por su parte aficionado a los Orioles de Baltimore, considera que todo indica que los fanáticos de este equipo deben prepararse para un tiempo de desolación similar, y deben ahora andar a tientas "a través de la oscuridad, guiados sólo por las luces menguantes de la memoria y la llama parpadeante de la esperanza, sin saber cuándo la noche llegará a su fin, apoyándose en la sagrada promesa de que quien persevere hasta el fin será salvado".

Este largo éxodo, está condición de caída y extravío, al menos es templada por los flashes de viejas glorias, recuerdos edénicos que por momentos se mezclan con la imaginación y parecen ser también anticipaciones del cielo, del "octavo día", de la parusia. Roger Angell considera que la particular atracción que el béisbol ejerce en el aficionado tiene que ver con lo que llama "el estadio interior", algo así como una espontánea construcción de "palacios de la memoria", como practicaba el mago y filósofo Giordano Bruno. Debido el ritmo pausado del béisbol, las claras y límpidas líneas del diamante y la nítida separación entre los jugadores, que rara vez se interponen y salen de sus espacios predeterminados, el juego fomenta una cualidad de atención distinta, más contemplativa, que hace que se graben indeleblemente ciertas secuencias. Más que en otro deporte, el béisbol activa la imaginación en el aficionado. Angell explica que esto no es algo que se traslade a la televisión, pero los fanáticos que visitaban los parques de pelota llegaban a memorizar las acciones de sus peloteros favoritos y a revivir ciertos momentos emblemáticos en el "estadio interior". Esta riqueza de la imaginación sin duda tiene que ver con todo ese tiempo expectante -que sólo le parece "tiempo muerto" al aficionado acostumbrado a deportes más veloces y telegénicos como el fútbol americano-, en el que se produce una mezcla única de "tensión y relajación". Algo que también caracteriza a la experiencia mística, que es un estar "a la espera de Dios", atento -incluso ardiendo por dentro- y paciente. El béisbol, como la creación del cosmos (en la tradición judeocristiana y platónica), ocurre primero en la mente, en ese "estadio interior", que imagina la perfección, y luego en el mundo material, en el estadio físico, eco de la forma pura.

Angell recuerda diáfanamente ciertos momentos como si estuvieran siendo proyectados perpetuamente en la pantalla de la mente, como esos hologramas que proyectaba el Dr. Morel en su isla fantástica. Y allí está Babe Ruth en el Yankee Stadium, "la casa que Ruth construyó", usando un "guante nuevo amarillo", moviéndose como un "un bailarín de ballet hinchado, de pies y tobillos casi femeninos". Cuando hacía swing y fallaba, la fuerza de su bat dejaba una estela tempestuosa en el estadio:

Las figuras y las ocasiones regresan, sonidos inmensos surgen y reverberan y el estadio interior se llena de luces: aparece la imagen de un joven pelotero -el héroe perfectamente memorizado-, acaba de completar su inconfundible swing y ya se enfila a primera.

 

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Pese a que el béisbol puede considerarse un intento de representar "‘la danza celestial’ dentro del reino de la mutabilidad", como dice con deliciosa hipérbole Hart, a todo buen platonista le queda la intuición final de que el béisbol es sólo una sombra de un orden superior, de un misterio supraceleste que trasciende los confines del "estadio". Es una imagen de la eternidad, pero no es la eternidad misma. De que acaso vemos "la gloria de Dios", pero sólo a través de un espejo y un enigma (per speculum in aenigmate, Corintios, 13, 12). Quizá algún día alcanzaremos a ver la forma pura, cara a cara, en un juego sin final. Mientras tanto sólo queda ese otro juego, no menos delicioso, aunque propio del filósofo y no del héroe, del contemplativo y no del hombre de acción, que es la pura especulación metafísica, tan prolífica en analogías. Y es que ningún otro deporte se presta tanto a especulaciones metafísicas como el béisbol.

 

Twitter del autor: @alepholo

* Publicado previamente en el diario La Razón, por Alejandro Martínez Gallardo

Blog del autor: Alejandro Martínez Gallardo –La epifanía de los tejidos

Citas

https://www.firstthings.com/article/2010/08/a-perfect-game

https://newrepublic.com/article/62901/baseball-the-mind

http://reprints.longform.org/roger-angell-stadium