La genialidad ha resultado atractiva casi desde siempre y, en este sentido, sin duda uno de los genios que más han llamado la atención en la historia es Wolfgang Amadeus Mozart, el prodigio que ya desde la infancia destacó en la composición musical y que continuó así hasta desarrollar una trayectoria admirable y rica.
Óperas, sonatas, sinfonías, conciertos para instrumentos solos, piezas para conjuntos de cuerdas y de alientos, divertimentos, misas… Mozart incursionó en prácticamente todas las formas de composición de su época y, en todos los casos, con resultados brillantes.
De la fascinación que ejerce su figura surgió hace unos años el llamado “efecto Mozart”, un fenómeno estudiado sobre todo en la década de 1990, que propone que la música del genio de Salzburgo es capaz de provocar reacciones a nivel cerebral que impactan positivamente en ciertas capacidades cognitivas.
Popularmente, estas investigaciones se redujeron a la idea de que escuchar a Mozart hace más inteligentes a las personas, e incluso, no sin cierto ánimo publicitario, se hizo creer que dichos beneficios se extendían, por ejemplo, a un bebé cuya madre animaba su embarazo con dichas composiciones.
Dentro de esta simplificación del “efecto Mozart” se creyó también que todas las piezas del compositor eran capaces de generarlo, una suposición que, pensada con detenimiento, es más bien desmesurada. Más allá de cierto “estilo” (que puede dar cierta idea de cohesión en la obra completa de Mozart), es un tanto ingenuo pensar que especialmente él, que comenzó a componer a una edad tan temprana, escribió de la misma manera en la infancia que en la juventud o en la madurez de su carrera. Por otro lado, bastaría con tener en cuenta el número de composiciones registradas en su catálogo histórico, 626, para al menos imaginar que entre la primera y la última hay suficiente variedad musical, emocional y creativa para suponer que hay más de un “efecto Mozart”.
En ese mismo sentido, las investigaciones científicas que experimentaron con la música del compositor tomaron en su momento únicamente dos piezas: la Sonata para dos pianos en re mayor, K. 448 y el Concierto para piano n.º 23 en la mayor, K. 488. La primera puede mejorar el razonamiento espacial, según se observó en la investigación de Rauscher, Shaw y Ky de 1993.
El Concierto para piano, por otro lado, parece ser capaz de reducir significativamente los procesos cognitivos asociados con la epilepsia en el cerebro humano y, por ello mismo, llevar a las personas con este padecimiento a un estado de mayor bienestar y tranquilidad, de acuerdo con el experimento realizado por John Jenkins en 2001.
Compartimos a continuación las composiciones, quizá más en el ánimo de celebrar la música de Mozart por sí misma que por algún posible efecto positivo en la salud o la inteligencia de quien la escucha.
En cierta forma, es suficiente con que la música provoque un efecto y, en este caso, la de Mozart difícilmente nos dejará indiferentes.
Sonata para dos pianos en re mayor, K. 448, Martha Argerich y Daniel Barenboim
(Grabación de un concierto ofrecido en la Filarmónica de Berlín, el 19 de abril del 2014)
Concierto para piano n.º 23 en la mayor, K. 488, Maurizio Pollini (piano) y la Orquesta Filarmónica de Viena dirigida por Karl Böhm
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