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En una extraordinaria carta, Galileo Galilei nos conmina a no confundir los dominios de la fe y los sentidos, ni justificar con argumentos teológicos verdades científicas. Mucho más que "Sin embargo se mueve"
"Galileo mostrándole al dux de Venecia el funcionamiento del telescopio", Bertini.

Giuseppe Bertini, "Galileo mostrándole al duque de Venecia el funcionamiento del telescopio" (1858)

 

Galileo Galilei, reconocido como uno de los fundadores de la ciencia moderna, goza de la dudosa gloria de los próceres anónimos cuyos nombres recordamos pero hemos olvidado sus hazañas. Nacido en una de las eras más grandiosas para el pensamiento humano, contemporáneo de Shakespeare, El Quijote y los viajes de exploración al Nuevo Mundo, se vio confrontado por el poder eclesiástico que lo acusaba de herejía al apoyar el modelo copernicano como paradigma del movimiento de los cuerpos del Sistema Solar: con la Tierra fuera del centro del universo, el lugar de Dios en los cielos, a los ojos de muchos, pareció cimbrarse. 

En una elocuente carta dirigida a una de sus protectoras, Cristina de Lorena, gran duquesa de Toscana, Galileo separa las aguas de la fe y la experiencia científica y demuestra cómo no sólo no existe interdependencia entre los dominios de la física y la religión, sino que ambos nos sirven para enriquecer nuestros conocimientos y sabiduría sobre el mundo en que vivimos. 

La carta (en realidad un ensayo filosófico disfrazado de carta) comienza relatando cómo algunos años antes Galileo descubrió:

muchas cosas en los cielos que nadie en nuestra era había visto hasta entonces. La novedad de estas cosas, así como algunas consecuencias que siguieron a ellas en contradicción con las nociones físicas comúnmente albergadas entre los filósofos académicos, incitaron en mi contra a no pocos profesores, como si yo mismo hubiese puesto estas cosas en el cielo con mis propias manos con el fin de molestar a la naturaleza y sabotear las ciencias. Parecieron olvidar que el aumento de las verdades conocidas estimula la investigación, establecimiento y crecimiento de las artes, no su disminución ni destrucción.

Galileo no se arroga ninguna superioridad con respecto a sus críticos, pero se lamenta de que sus opiniones consensuadas opaquen sus propios sentidos, lo que les permitiría comprobar sus aseveraciones en vez de verse seducidos, por arte de magia, a "creer" en ellas. La mayor calamidad ha sido que los críticos escribieran panfletos en su contra "salpicados por pasajes tomados de lugares en la Biblia los cuales no entendieron correctamente, y que no eran los más apropiados para sus fines". No es la verdad científica ni la verdad teológica lo que llevó a la Inquisición a considerar sus teorías peligrosas, sino "el escudo fabricado para sus falacias con los materiales de la supuesta religión y la autoridad bíblica. Ésta es aplicada con poco juicio para refutar argumentos que no entienden y a los que ni siquiera han prestado atención".

Recobrar la simplicidad de observar los cielos y admirarse no por lo que esconden sino por lo que revelan a los sentidos.

Recobrar la simplicidad de observar los cielos y admirarse no por lo que esconden sino por lo que revelan a los sentidos

 

Desde el tiempo de Galileo, la polémica entre religión y ciencia ha opacado la división y entendimiento de los saberes de las cosas de la Naturaleza y las del Espíritu, de las cuales el segundo podría entenderse como directa emanación del primero sin que esto suponga atentar contra las creencias personales o colectivas de nadie: la razón es una de las facultades naturales de los seres humanos, y sus obras no se oponen --¿cómo podrían?-- al movimiento de los planetas en el cielo ni a la fe de la gente sobre la Tierra. Se trata de un sencillo error semántico que Galileo es capaz de señalar:

Contrario al sentido de la Biblia y a la intención de los santos Padres, si no me equivoco, ellos [los críticos] buscan extender tales autoridades en asuntos puramente físicos --donde la fe no tiene nada que ver--, [y] querrían que de una vez por todas abandonáramos la razón y la evidencia de nuestros sentidos en favor de algún pasaje bíblico, a pesar de que bajo la superficie, el significado de sus palabras pueda contener un sentido diferente.

Incluso tomando en serio las acusaciones de la Inquisición, Galileo no se siente:

forzado a creer que el mismo Dios que nos ha dotado de sentidos, razón e intelecto haya esperado que no los usáramos y por otros medios nos diera el conocimiento que podríamos obtener de ellos. No querría de nosotros que negáramos los sentidos y la razón en asuntos físicos que ocurren frente a nuestros ojos y mentes por experiencia directa o demostraciones necesarias.

Pero el peligro --y el potencial-- de la ignorancia impera tanto en asuntos científicos como en cosas de fe, por lo que la necesidad de pensar críticamente y por nosotros mismos se vuelve fundamental:

El número de gente incapaz de entender perfectamente tanto la Biblia como la ciencia rebasa por mucho al de los que las entienden. Estos, oteando superficialmente la Biblia, se arrogan la autoridad de legislar sobre cualquier cuestión de física por el peso de alguna palabra mal comprendida por ellos, y que fue empleada por los santos autores para un fin muy diferente.

La fuerza de los argumentos de autoridad es poderosa simplemente por la inclinación "de hacerse reputación de sabios sin esfuerzo ni estudio, en lugar de consumirse infatigablemente en las más laboriosas disciplinas".

La Biblia, explica Galileo, necesita hablar:

de muchas cosas que parecen diferir de la verdad absoluta en lo que concierne al puro significado de las palabras. Pero la Naturaleza, por otra parte, es inexorable e inmutable; nunca trasgrede las leyes que se le impusieron, o le importa en absoluto si sus abstrusas razones y métodos de operación son comprensibles para los hombres [...] Pues la Biblia no está encadenada en cada una de sus expresiones a condiciones tan estrictas a las que aquellas que gobiernan los efectos físicos; ni Dios se revela con menos excelencia en las acciones de la Naturaleza que en las sagradas oraciones de la Biblia.

Permitir que el argumento de autoridad, sea bíblico, e incluso legal, niega el derecho de los seres humanos a emplear su razón y las facultades de sus sentidos, y niega también la verdadera ciencia y el ejercicio honesto de la fe, al tergiversar los fines de una y otra rama del pensamiento humano:

Ahora bien, si el Espíritu Santo ha sido descuidado mostrándonos proposiciones de este tipo [científico] irrelevantes para la más alta meta (esta es, nuestra salvación), ¿cómo puede alguien afirmar que es obligatorio tomar partido entre ellas, que una creencia es necesaria para la fe, pero la otra parte es errónea? ¿Puede una opinión ser herética y a la vez no tener nada que ver con la salvación de las almas? ¿Puede culparse al Espíritu Santo de no haber intentado enseñarnos algo que concierne a nuestra salvación? Diré aquí algo que escuché de un eclesiástico del más eminente grado: "Que la intención del Espíritu Santo es enseñarnos cómo ir al cielo, no el cómo funcionan los cielos".

Observamos los cielos porque nuestra mirada es atraída irremisiblemente hacia ellos, y nada de cuanto podamos observar en ellos no ha sido previsto dentro de lo que un ojo es capaz de hacer: Galileo nos recuerda que tomar partido por opiniones populares, aunque sean contrarias a la observación directa y el sentido común, en ocasiones es el camino necesario para no perder la capacidad de pensar y vivir por uno mismo. Observar el cielo de allá arriba, de los cuerpos celestes y sus movimientos constatables por medio de instrumentos de observación y recurrencias evidentes, no está peleado con voltear a ver "otro" cielo, el interior, si se quiere, donde la fe de cada uno revela una altitud espiritual independiente y enriquecedora. El legado de Galileo Galilei es, justamente, un espíritu (crítico) que lejos de limitar el dominio de la ciencia y la religión, ha inspirado a muchos científicos a pensar en su mutua implicación, pero también de la esterilidad de verlos como dominios en pugna por un invisible poder.