En sus Vidas imaginarias, Marcel Schwob atribuye a Eróstrato el placer de escuchar su propio nombre como el móvil por el cual quemó el gran templo de Artemisa en Éfeso: ebrio de amor propio, megalómano irremediable, el hombre no cesaba de gritar una y otra vez “Eróstrato” al ver cómo el fuego consumía el precioso edificio. Quizá por eso, en otras versiones más antiguas de la historia, se dice que parte de su condena fue borrar todo rastro de su nombre, sepultarlo profundamente en el olvido para que nadie jamás lo recordara. Y, con todo, su crimen y su nombre permanecieron.
Tanto o más célebre que el rey es quien asesina al rey, reza una sentencia que a veces se cita cuando se habla de magnicidios. En efecto: la historia recuerda a Julio César, pero también a Bruto y a Casio, los principales conspiradores de su muerte.
Los asesinos de reyes, emperadores, presidentes y figuras afines están rodeados de un aura atractiva porque su labor no es fácil: atentan contra la cabeza del poder, contra el dirigente de una nación, una especie de padre simbólico contra quien un hijo rebelde osa levantar la mano. Quizá por esto es el magnicida quien comete el acto, pero sólo después de contar con una extensa preparación que en casi todos los casos involucra a otras personas, una red letal tejida en las sombras que se tiende contra aquel que se considera un tirano cuya ausencia beneficiará a todo un pueblo.
Así, en el magnicidio el asesino es tan importante como la conspiración que lo planea, los dos elementos imprescindibles en la construcción de ese laberinto político que en el centro busca colocar como trofeo la vida del asesinado, y el cual, por cierto, no se encuentra exento de las emociones humanas. En el ya mencionado caso de César y Bruto, la estrecha relación entre ambos es legendaria, el hecho de que este último era como un hijo para César, su amigo, lo cual sin embargo no obstó para que Bruto lo apuñalara e incluso considerara su crimen como un último y radical gesto de amistad. ¿Cuál fue el dilema ético, existencial, que Bruto enfrentó y de algún modo resolvió al decidir participar en el asesinato de su protector?
A continuación compartimos algunos asesinatos célebres de grandes figuras políticas de la historia reciente en los que la importancia del personaje destaca tanto como el predicamento en que se vieron envueltos sus perpetradores.
El archiduque Franz Ferdinand, La Mano Negra y Gavrilo Princip
El 28 de junio de 1914 es una de las fechas más importantes de la historia moderna. Ese día el archiduque Franz Ferdinand fue asesinado en la ciudad serbia de Sarajevo por el joven Gavrilo Princip, militante de la organización secreta y ultranacionalista Mano Negra que, en este caso, conformó un pequeño grupo de ejecutantes para dar muerte al heredero del imperio austro-húngaro. Como se sabe, el incidente fue el detonante de la Gran Guerra, el primer gran conflicto en el que las naciones europeas descubrieron con horror el potencial autodestructivo que podían alcanzar.
La Sociedad Secreta de la Mano Negra se fundó en 1911 por militares serbios que por la vía de la violencia y el terror pretendía devolver la grandeza a su país, humillado por los grandes poderes europeos. Al principio la Sociedad contaba con 10 hombres, pero para 1914 sus miembros sobrepasaban ya los 2 mil.
Dragutin Dimitrijevic, uno de los fundadores de La Mano Negra, planeó el asesinato del archiduque cuando supo que este visitaría Sarajevo. Dispuso que Gavrilo Princip, Nedjelko Čabrinović y Trifko Grabez serían los encargados de dar muerte al heredero de los Habsburgo.
De Princip cabe destacar que tuvo una vida más bien marginal y quizá hasta frustrada. Aunque desde joven abrazó la causa nacionalista serbia, en sus primeros intentos por dar cauce a sus inquietudes encontró negativas y rechazos. Lo expulsaron de la escuela y en su primer intento por enrolarse en La Mano Negra lo tacharon de “demasiado pequeño y demasiado débil”. Según algunos historiadores fue esta serie de negativas las que le infundieron el deseo de “hacer algo grande” y mostrar al mundo su verdadero valor. No parece descabellado suponer que una organización como La Mano Negra se aprovechara de esta debilidad que a Princip quizá le parecía fortaleza.
Lee Harvey Oswald, supuesto asesino de JKF
Según la versión oficial del gobierno estadounidense, Lee Harvey Oswald fue el francotirador que desde lo alto de un almacén de libros disparó contra John F. Kennedy, entonces presidente de la Unión Americana.
Esta responsabilidad ha sido ampliamente discutida y puesta en duda, incluso hasta nuestros días, toda vez que en torno al magnicidio existieron múltiples intereses que se vieron beneficiados con la muerte del más carismático de los Kennedy. Un poco como en la Antigüedad sucedió con Alejandro Magno, para cuyo asesinato muchos y nadie parecían culpables, en el caso de JFK igualmente se ha hablado de la participación de la CIA y el FBI en la conspiración en su contra, de la URSS y el gobierno cubano de Fidel Castro, también los anticastristas y grandes capos de la mafia como Sam Giancana, el vicepresidente Lyndon B. Johnson y aun parte de la élite militar del país.
Y contra toda esta vorágine de poder y altos mandos destaca la endeble figura de Lee Harvey Oswald, un hombre más bien menor que sin embargo ocupó la importante posición de la víctima, el chivo expiatorio que recibe sobre sí todo el peso y la carga simbólica del sacrificio: Lee Harvey Oswald, que transitó por diversos oficios y países sin nunca encontrar la estabilidad personal que, quizá, lo hubiera alejado de ese otro destino más bien funesto.
Sea o no el asesino, es claro que Oswald aceptó participar en el complot, así fuera sólo como una pieza mínima. No es posible saber qué le ofrecieron a cambio ni por qué se vio obligado a tomar esta decisión, pues él mismo resultó asesinado a manos de Jack Ruby, otro peón de este complejo ajedrez que a su vez murió antes de ser interrogado.
El shakespeariano que mató a Lincoln
Hablar de John F. Kennedy nos lleva casi inmediatamente a hacer lo propio con Abraham Lincoln, dos magnicidios que incluso guardan inquietantes coincidencias. En este caso, el asesino fue John Wilkes Booth, quien sorprendió al presidente en el Teatro Ford de Washington.
De nuevo según la historia oficial, Booth formó parte de una conspiración sureña y afín a los Confederados que inicialmente planeó secuestrar a Lincoln para intercambiarlo por prisioneros de la Guerra Civil, sin embargo, en el fondo el móvil parece más profundo, dada la estatura moral de quien alentó y consiguió la abolición de la esclavitud en Estados Unidos.
Curiosamente, Booth fue hijo de un notable intérprete de los dramas shakespearianos, Junius Brutus Booth (mismo nombre con que nació el asesino de César), y él mismo ganó una reputación notable en la profesión paterna. Como en Tema del traidor y del héroe, el cuento de Borges, cabría especular si en este caso la historia no copió también a la literatura y la mente de Booth fue moldeándose en la grandilocuencia de los grandes personajes y las pasiones exacerbadas de la obra del Bardo. Según se sabe, el futuro asesino gustaba de decir que su personaje favorito de este corpus era nada menos que Brutus, “el asesino del tirano”.