No hay política sin manipulación, ni siquiera en esos regímenes que por comodidad llamamos democráticos. Aun un estado totalitario necesita manipular a sus habitantes para no perder un nivel mínimo de aceptación que le permita mantenerse en el poder. Pero incluso ahí donde las cabezas del gobierno se rotan cada cierto periodo, donde el político está obligado a conseguir la aprobación del ciudadano expresada en su voto, justo por esta razón se implementan prácticas que inventan un personaje no necesariamente idéntico al de la persona detrás de la imagen creada a base de publicidad, afiches, lemas y escenarios cuidadosamente montados para favorecer la opinión del candidato en turno.
Este es el caso de la imagen que muestra a un político besando a un bebé, quizá una de las más populares en décadas recientes con las que se intenta despertar la simpatía hacia un político esperando que la tradicional inocencia, pureza, ternura y toda la gama de sentimientos que comúnmente se asocian a un rollizo infante se transmitan también hacia la personalidad un tanto siniestra de aquellos —incluso cuando, en privado, el político aborrece el contacto con los babeantes y malolientes recién nacidos.
¿Pero dónde o cuándo nació esta práctica? Al menos en Estados Unidos parece que ya en 1883 el que sería el séptimo presidente de la Unión Americana sostuvo entre sus brazos al hijo de una mujer pobre, al cual tildó de “fino espécimen de la niñez estadounidense” e incluso instó a su Secretario de Guerra para que le estampara un beso a la creatura.
Más adelante los ejemplos se multiplican, aunque no sin ciertos tropiezos y reclamaciones en torno a la higiene del acto, teniendo en cuenta que la salud de un bebé puede ser vulnerable ante agentes extraños y agresivos en su entorno. Particularmente en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX se desató cierta polémica por el riesgo que el contacto de un político representaba para un pequeño de escasos meses de edad.
Pero ninguna de estas críticas detuvo la práctica, en todo caso comenzaron a mostrar que esta era tan burda que no resultaba difícil percatarse de la manipulación intentada por el candidato. Incluso en los años 50 la popular revista LIFE publicó un reportaje con tintes humorísticos en donde, entre otras cosas, explicaba la manera correcta en que el político debía cargar al niño, aconsejando que nada, ni siquiera el resplandeciente y rubicundo rostro de un pequeño niño, se interpusiera entre la cámara fotográfica y la sonrisa del candidato.
Al inicio decíamos que incluso en sistemas políticos en que el dirigente no tiene que mendigar, aparentemente, el voto de las mayorías, de cualquier forma está obligado a mantener cierto grado de aprobación popular que lo legitime en el poder. Y aunque el recurso predilecto de los tiranos y los dictadores ha sido históricamente el miedo, de vez en vez combinan este terror de Estado con patéticas muestras de amor hacia los retoños de su pueblo amado. Hitler, por ejemplo, a quien estamos acostumbrados a ver como la personificación más absoluta e irrepetible de la maldad, se le fotografió en varias ocasiones acompañado de niños, teniendo para con ellos gestos de bondad que en la quietud eterna de la imagen parecen sinceros:
Otros, sin embargo, se han opuesto terminantemente a servirse de este recurso. No porque lo crean demasiado bajo (impensable), sino simplemente porque lo considerar indigno de su personalidad de tintes megalómanos. De Margaret Thatcher, por ejemplo, se dice que difícilmente podría encontrarse una fotografía suya en la que bese a un bebé. Igualmente Richard Nixon, con esa sutileza que le caracterizaba, se expresó en estos términos en 1968, cuando se postuló a la presidencia de Estados Unidos:
No usaré un sombrero estúpido ni besaré a una dama o a un bebé. No escalaré una montaña ni haré ninguna acrobacia como esa: me vería como un idiota.
Podría pensarse que con semejante antigüedad y habiendo sido utilizado por tantísimos y tan variados personajes, el recurso estaría ya arrumbado en el armario de las maniobras caducas. Sin embargo, todavía Obama se valió de esta, a pesar de que según algunos especialistas en lenguaje corporal, su torpeza era evidente, sobre todo porque, dicen, no ocultaba cierta sensación de fingimiento o falsedad en la acción.
Por último vale la pena señalar que los bebés no son el único objeto resignificado en la manipulación que ejercen (o intentan ejercer) los políticos en la psique colectiva: igualmente se les ha visto abrazando ancianas, jóvenes, habitantes de las zonas más marginadas y empobrecidas, esto último sobre todo en naciones que, como las de América Latina, combinan la pobreza con el paternalismo, esa mueca de condescendencia humilde que muestran los políticos cuando andan en campaña.
Con información de Mother Jones