La lluvia en el México prehispánico: rituales, dioses y el erotismo de lo sagrado
Ecosistemas
Por: Carolina De La Torre - 06/05/2025
Por: Carolina De La Torre - 06/05/2025
Hay una forma de amor que no se nombra y, sin embargo, todo lo fecunda. Cae desde el cielo con la delicadeza de un susurro que estremece la tierra. La lluvia —ese roce líquido entre el dios y su criatura— no era solo agua en el mundo antiguo: era caricia, castigo, bendición, deseo.
Para los pueblos que habitaron lo que hoy llamamos México, la lluvia no era un fenómeno atmosférico: era una voluntad, una presencia viva, un dios con nombre y cuerpo. Era Tláloc el de los ojos saltones y los colmillos de jaguar, era Chaac el del hacha que partía las nubes, era Dzahui petrificado por el primer sol, pero aún vigilante entre cerros y ofrendas.
La lluvia era, en toda su majestad, una epifanía húmeda del cielo.
Todo lo que crece, primero debe ser tocado. Y en ese contacto íntimo entre la nube y la tierra, nacía la milpa, el maíz, la flor y el canto. Pero los antiguos sabían que toda fertilidad exige un precio. La lluvia era también deseo impaciente. Exigía ofrendas, y a veces, incluso, la vida.
En el centro del imperio mexica, cuando el cielo se cerraba y las cosechas se secaban, los sacerdotes abrían el pecho de la infancia para regar los altares. Niños, muchos aún con dientes de leche, eran ofrecidos a Tláloc en un ritual trágicamente tierno. Se decía que sus lágrimas —esas lluvias humanas— eran el anuncio del agua divina. Un eco de lo que vendría.
En el Templo Mayor se halló la Ofrenda 48: al menos 42 pequeños cuerpos enterrados con caracoles, cuchillos de obsidiana, figurillas. Una coreografía de inocencia y espanto frente al dios. Un holocausto ritual para que el cielo volviera a amar la tierra.
Cada cultura nombró distinto a la misma fuerza: los zapotecos a Pitao Cocijo, con su máscara de ojos redondos y lengua bífida; los mayas a Chaac, cuya hacha rasgaba el cielo para liberar el trueno; los mixtecos, como si se supieran lluvia antes que sangre, se llamaban a sí mismos ñuu dzavui, el pueblo de la lluvia, y adoraban a Dzahui, el dios azul de la montaña.
En cada trueno, los antiguos escuchaban una voz. En cada relámpago, una advertencia o un deseo. La lluvia era lenguaje, y su gramática era sagrada.
El pueblo yaqui, más al norte, hablaba del dios Yuku, ese amante caprichoso que negaba su agua a los pueblos hasta que un sapo —Bobok— lo engañó para que abriera los cielos. Así, la comedia del agua también tenía su lugar. Porque la divinidad, como la lluvia, puede ser al mismo tiempo grave y juguetona.
Pero la lluvia no solo era fecundidad y hambre. Era también limpieza, transfiguración. En cada chubasco, los antiguos veían un nuevo principio. Se lavaban los techos, los campos, el alma. Era el bautismo antes de la cruz: el ritual del barro que vuelve a nacer.
Y así como regaba el campo, la lluvia regaba la mente. La niebla que precede a la tormenta era, para muchos pueblos, un velo entre mundos. El agua que cae del cielo no solo nutre la raíz; abre portales, despierta visiones, reconecta con los ancestros.
Aún hoy, en muchas comunidades indígenas, cuando la lluvia cae, no se dice simplemente que “llueve”. Se dice que Tláloc está feliz. Se dice que la tierra ha sido escuchada. Hay quienes todavía ofrecen flores, tamales, copal, danzas. Quien baila por la lluvia baila con los dioses.
Porque en Mesoamérica, la lluvia no es un accidente del clima: es el lenguaje más erótico entre el cosmos y la tierra. Un poema húmedo que dice: aún estamos vivos.