El Nobel que llevó la desesperanza al cine: la alianza entre Krasznahorkai y Béla Tarr
Arte
Por: Carolina De La Torre - 10/09/2025
Por: Carolina De La Torre - 10/09/2025
László Krasznahorkai, recién galardonado con el Premio Nobel de Literatura 2025, no solo ha transformado la narrativa contemporánea con su prosa densa y apocalíptica; también ha moldeado una forma única de entender el cine. Su alianza con el director húngaro Béla Tarr es una de las más fascinantes del cine europeo: una simbiosis entre la palabra y la imagen que ha dado vida a algunas de las películas más hipnóticas y exigentes de las últimas décadas.
Ambos comparten una mirada sobre el tiempo y la desesperanza, una obsesión por la lentitud como forma de verdad. Mientras Krasznahorkai escribe con frases largas y torrenciales que avanzan como una plegaria o una maldición, Tarr responde con planos secuencia que se extienden hasta que la imagen se vuelve respiración. Juntos convirtieron el tedio, la espera y la ruina en lenguaje cinematográfico.
Su relación comenzó en 1984, cuando Tarr leyó Sátántangó y quedó fascinado con su estructura circular y su tono devastador. Insistió en adaptarla al cine hasta que Krasznahorkai aceptó, y así nació una colaboración que se extendería durante casi tres décadas. De esa conexión surgieron:
En Sátántangó, Tarr tradujo los párrafos interminables de Krasznahorkai en planos secuencia de más de diez minutos. La lluvia, el barro y el silencio reemplazan las palabras. La historia —un grupo de campesinos que espera una redención que nunca llega— se convierte en una metáfora del colapso moral y espiritual del hombre moderno. “Cortarla en partes es como dividir un cuadro”, diría el historiador Diego Moldes, subrayando que la duración misma es parte esencial de su experiencia.
Incluso cuando no adapta sus textos, como en El hombre de Londres, Krasznahorkai deja su huella. El relato, centrado en un trabajador ferroviario que encuentra un maletín lleno de dinero, se transforma en una parábola sobre la culpa y el aislamiento. Su escritura, aunque invisible en la pantalla, se siente en el ritmo, en el tono filosófico y en la densidad existencial que recorre el cine de Tarr.
El caballo de Turín, la última colaboración entre ambos, es casi una despedida. Inspirada en una anécdota de Nietzsche, retrata la rutina de un padre y su hija en una granja azotada por el viento. Todo se repite: vestirse, comer, mirar por la ventana. Hasta que la luz se apaga y el mundo parece detenerse. Es una meditación sobre la fatiga de existir, el fin del movimiento y la extinción de la esperanza.
Tras esa película, Béla Tarr anunció su retiro. Para muchos, fue el cierre natural de una obra conjunta que había llevado la literatura al límite de la imagen. Krasznahorkai, con su Nobel, confirma ahora que esa alianza no fue solo artística, sino filosófica: una forma de pensar el arte como resistencia frente al colapso del sentido.
Su cine y su literatura comparten una certeza: que incluso en medio del derrumbe, el arte sigue siendo una forma de vida. Un gesto obstinado frente al fin, donde el tiempo se detiene y la mirada aún busca lo humano entre las ruinas.